Se oye decir, a veces, que la presencia de Jesucristo en la Eucaristía es tan solo simbólica, pero no real. Pues bien: no es esa la fe de la Iglesia. Basándonos en lo que Jesucristo mismo dice en los evangelios, los católicos profesamos y tratamos de vivir la presencia real (y no meramente simbólica o ritual) de Cristo (resucitado) en la Eucaristía, en la forma consagrada por el sacerdote durante la misa.
En efecto, Jesús dijo: "Tomad y comed. Esto es mi cuerpo... Tomad y bebed: esto es mi sangre" (no dijo "esto simboliza mi cuerpo... esto simboliza mi sangre..., sino que dijo: "esto es mi cuerpo y esto es mi sangre").
En otro lugar, Jesús dijo: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él (...). El que me coma vivirá por mí" (Juan 6, 53-57).
Vemos que Jesucristo dice: "El que me coma..." Antes había dicho: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre...". Literalmente, los católicos comemos a Cristo al comulgar ("me coma" es que le comemos a Él, no solo que comamos su cuerpo o bebamos su sangre real). Y esto, para alimento de nuestra alma: "El que me coma vivirá por mí" (Juan 6, 57). Lógicamente, es un comer que a Jesucristo no le daña, por estar resucitado, sin limitación espacio-temporal, con un cuerpo real, pero espiritualizado, glorioso, tal y como Él está ahora en el Cielo. Esta doctrina es tan cierta que los primeros cristianos fueron, incluso, acusados de “antropofagia” por las autoridades del momento.
Y es tan radical que los judíos, dice el Evangelio, disputaban entre sí: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?" (Juan 6, 52). Es más, siguen diciendo los evangelios: "Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: 'Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?'" (Juan 6, 60). Y más tarde: "Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él" (Juan 6, 66).
Este contexto de reacciones ante las palabras de Jesús muestra, por lo tanto, que la lectura que hace la Iglesia como presencia real y no solo simbólica es correcta. Se trataba de una doctrina difícil de digerir, impensable, para quienes escuchaban. Pero lo dijo el mismo Jesús y no hay vuelta de hoja, no hay otra manera de interpretarlo, si no es retorciendo sus palabras: "Yo soy el pan de la vida" (Juan 6, 48), "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo " (Juan 6, 51).
Para más datos sobre una interpretación correcta, viene San Pablo a decirnos: “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10, 16). El mismo apóstol cuenta: “Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: 'Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía'. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: 'Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía'" (1 Corintios 11, 23-25).
La grandeza, por lo tanto, del sacramento de la Eucaristía no cabe en nuestra humana cabeza, porque el amor de Dios por nosotros es tan grande que no solo se deja moler a palos en su Pasión, no solo se deja matar por unas criaturas suyas (los hombres), sino que ha decidido perpetuar y convertir eternamente en fuente de salvación ese sacrificio al celebrar la Santa Misa (la cual lo actualiza, lo hace de nuevo actual, presente, en el altar, por medio del sacerdote). Para más inri, se deja comer por los hombres en la forma consagrada por el sacerdote, que se queda luego reservada en el sagrario, con peligro de que alguien quiera profanarla. El amor de Dios corre estos riesgos, porque es más grande el bien dispuesto a conseguir que el miedo a ser maltratado en su presencia eucarística real. Ciertamente, hay realidades, como esta, tan creativas, ricas, amorosas, profundas y audaces que solo a Dios se le podían ocurrir.