Todo podría apuntar a que sí, a que la crisis institucional que están atravesando los anglicanos debería ser motivo de alegría para los católicos. ¿Y alegría por que? Porque de esta situación podrían sucederse muchas conversiones. Además, los anglicanos son el producto de un capricho monárquico que se remonta a mediados del siglo XVI y se extiende a la democratización que se ha decantado, con resoluciones como la de este mes de julio, a aceptar medidas disciplinares que contradicen la razón antropológica del cristianismo y atentan contra la voluntad expresa de Jesucristo al consentir las uniones homosexuales, incluso las de ministros, y la ordenación episcopal de mujeres. Es de sobra conocida la división actual que existe en el seno de la comunión anglicana. Si bien hay quien ha hablado de conversiones en masa al catolicismo, todo parece apuntar a que sí las habrá pero más bien gradualmente. Toda conversión es motivo de alegría, es verdad: la parábola del “hijo pródigo” o la de la “dracma perdida” son claramente emotivas y ejemplificadoras en este sentido. Pero no está demás serenarse en la visión de los hechos y detenernos en repasar cuáles deben ser las razones de una auténtica conversión. El regreso a la Iglesia católica no puede encontrar su causa última en la discrepancia disciplinar con el credo anterior. Puede ser una motivación, la gota que colme el vaso, pero no el rasgo decisivo. Es más, una conversión no es la contestación a modo de venganza contra la fe anterior. Tampoco es el mero resultado de una insatisfacción personal, de una decepción, o la respuesta preñada de muchos sentimientos encontrados y de pocas convicciones arraigadas. Una conversión podría abarcar todo lo anterior, pero es mucho más que lo dicho. No puede ser motivo de alegría para un católico el número de “conversos” sino la autenticidad de las conversiones. De nada servirían grandes cifras sin una vida consecuente con la nueva fe abrazada como tampoco resulta de ayuda la abdicación de un elemento común en miras a la unidad. Es verdad que una conversión es una respuesta personal y que nosotros no somos quiénes para juzgarla, pero la respuesta cobra sentido en tanto cuanto abraza de palabra y se traduce en obras, las exigencias de ese encuentro con la Verdad-Cristo en la Iglesia católica. No puede ser motivo de alegría el rechazo de ese rastro de verdad que quedaba en la iglesia anglicana y que se mantenía como puente de esperanza para la unidad. Ya lo decía Benedicto XVI en la Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida”. Toda conversión implica, entonces, un encuentro entre la persona del convertido y la del que motiva a la conversión: Dios. La conversión, en gran medida, es la respuesta del corazón, de la inteligencia y de la voluntad a la persona que redimensiona el propio ser; no es sólo la decisión de un día, sino una actitud de fondo que debe realizarse diariamente. Sólo así, y nada más así, una conversión, venga de la actual situación anglicana, o de la situación, de crisis o no, de cualquier iglesia cristiana, será verdaderamente motivo de alegría para el fiel católico. Jorge Enrique Mújica, L.C.