La semana pasada dije que acaso en este artículo me ocuparía de la opción electoral que ofrece el PP a los católicos, tema del que hay mucho que hablar, pero he considerado conveniente redondear antes la cuestión tan de actualidad de la masonería y sus repetidos asaltos al poder, con los graves trastornos que ello ha ocasionado siempre a España. La masonería real, no la fabulada, llegó a este país de la mano, por un lado, de las tropas napoleónicas que invadieron la península en 1808, y por otro, de los regimientos ingleses que junto a los españoles combatieron a los franceses. El rey intruso, José Bonaparte, creó el Gran Oriente de España, del que se erigió en Gran Maestre, y creó su propio oriente en el palació real. De ahí el nombre de la plaza que construyó frente al palacio, derribando callejas y casas sin porte alguno que se levantaban en el mismo lugar. Las logias de las nuevas sectas surgieron por todas partes como hongos tras las lluvias de octubre. Antes pudo haber algún masón suelto iniciado en el extranjero, como el conde de Aranda u Olavide, pero estos casos no están bien documentados. Se dice con frecuencia que las Cortes de Cádiz estuvieron dominadas por masones "liberales" que impusieron la Constitución asimismo liberal de 1812, pero ni una cosa ni otra se ajusta a la verdad histórica. Sí hubo algunos masones, o se iniciaron después, en esas Cortes, como el conde de Toreno, Agustín Argüelles, José María Calatrava, el cura Diego Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa, Juan Romero Alpuente, el poeta José Manuel Quintana, el criollo ecuatoriano José Mejía Lequerica, Juan Nicasio Gallego, Francisco Fernandez Golfín, y seguramente alguno más, pero no muchos más. La mayoría de los diputados eran eclesiásticos, en cuyo estamento la masonería nunca tuvo mucho predicamento, y además los asambleados en la capital gaditana aprobaron un decreto que prohibía la orden del triángulo en todo el territorio español y en los de Ultramar y Filipinas, por constituir un peligro para la religión y la monarquía, exactamente "por ser uno de los más graves males que afligían a la Iglesia y a los Estados". En cuanto a la Constitución "liberal" del año Doce, hay que decir que antes de sacralizarla, hay que leerla. Por lo pronto no podía ser liberal, porque el término no había entrado aún en el lenguaje político, sino que se adoptó después, hacia mediados de los años veinte del siglo XIX. Además era un tocho de 384 artículos, más minucioso y reglamentista que la constitución de Corea del Norte, que diría en nuestros días Federico Jiménez Losantos, escasamente democrático, aprobado por unos señores que no respondían a ninguna elección popular. La principal virtud de la primera Constitución española consistía en la liquidación de los poderes absolutos y arbitrarios del monarca. De vuelta a España el Deseado (marzo de 1814), restableció en seguida el absolutismo y anuló de inmediato todo lo legislado por las Cortes de Cádiz, Constitución incluida, "como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen del medio del tiempo". Con la misma celeridad las logias se pusieron a conspirar y a urdir insurrecciones armadas, a cargo de militares masones apoyados por civiles también masones, inaugurando el golpismo militar casi siempre masónico, a veces de consecuencias desastrosas, que dominaron la política española a los largo del siglo XIX y parte del XX. El primero en abrir la serie fue el general guerrillero Espoz y Mina, que ya en 1814 intentó asaltar sin éxito la ciudadela de Pamplona, apoyado por su sobrino, Mina el Joven. En septiembre de 1815, el general Juan Díez Porlier, tramó una sublevación doceañista en tierras gallegas. Fracasado el golpe, fue ahorcado en La Coruña el 3 de octubre de dicho año. Le siguió en la lista el general hispano-irlandés, Luis de Lacy, que en 1916 montó un levantamiento constitucional en Madrid, con apoyo del general Francisco Milans del Bosch en Barcelona. Denunciada la conjura al capitan general de Cataluña, el también masón Francisco Javier Castaños, intentó apresar a los conjurados, pero Miláns se dio a la fuga y sólo logró detener a Lacy, que a pesar de la fraternidad masónica entre apresador y apresado, no se libró de ser fusilado en los fosos del castillo de Bellver (Mallorca), el 5 de julio de 1817. Los reiterados fracasos no desanimó a la afición, y así, un grupo de militares de la guarnición de Valencia, encabezados por el coronel Joaquín Vidal, prepararon una sublevación que debía estallar el primero de enero de 1819. Delatados por un cabo, el capitán general en persona, Francisco Javier Elío, "martillo de herejes" constitucionalistas, se presentó en la casa donde se hallan reunidos los conspiradores, y se enfrento sable en mano al coronel Vidal, al que hirió mortalmente de un sablazo y desbarató la conjura. Tanto empeño puso la "sociedad secreta" en combatir al absolutismo, que al final consiguieron triunfar, exactamente un año después de la intentona de Valencia, mediante la sublevación de la tropas acantonados en torno a la bahía de Cádiz, mientras esperaban ser embarcadas hacía América para combatir a los insurgentes americanos, cuyos cabecillas eran todos, absolutamente todos, hijos de la Viuda, decisivamente apoyados por las masonerías inglesa y norteamericana. El levantamiento gaditano estuvo dirigido por el coronel Antonio Quiroga, a la sazón encarcelado por otra intentona anterior, y el todavía ni siquiera coronel, Rafael del Riego, que se encargó de dar el grito en Las Cabezas de San Juan de ¡viva la Constitución!, que ponía en marcha todo el proceso, más rocambolesco que heróico. Una vez sublevados, su primera providencia fue autoascenderse ambos al grado de mariscal de campo (equivalente a general de brigada). El 9 de marzo de 1820, con la suerte echada a favor de los sublevados, el Rey, siempre voluble y oportunista, no tuvo empacho en jurar la Constitución y al día siguiente publicar el famoso manifiesto que incluía aquella frase tan gloriosa de "marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". De ese modo empezó el trienio mal llamado liberal, que puso a España patas arriba. La descripción de este revolucionario período, dominado enteramente por las logias, pero violentamente enfrentadas entre sí, daría para un libro. "Los ministros que no acataban sus órdenes eran depuestos, pero en realidad no eran ellos los que gobernaban, sino uno que todos llamaban poder oculto, pero que todos sabían quienes eran" (Enciclopedia Universal Ilustrada, de Espasa-Calpe, ed. de 1923, tomo 21, p.1.O26). A un ministerio exaltado (Agustín Argüelles), sucedió otro aún más extremoso (general Evaristo San Miguel). Los motines estaban a la orden del día. Al rey no hacía nadie caso. La mayor parte de las leyes votadas en las Cortes en el periodo legislativo de 1821, se hicieron contra la Iglesia: abolición del fuero eclesiástico, supresión de monasterios y conventos, aplicando sus bienes al fisco, y lo mimo se hizo con la Compañía de Jesús. Los obispos que se atrevieron a protestar fueron expulsados de España. Igualmente fueron perseguidos militares y civiles realistas. En resumen: si nefastos fueron los gobiernos absolutistas, aún más desastroso resultó el trienio constitucional masónico. Continuaremos con esta brevísima historia de despropósitos. Vicente Alejandro Guillamón