La intención de estas tres meditaciones de Adviento es prepararnos para la Navidad en compañía de Francisco de Asís. De él, en esta primera predicación, quisiera destacar la naturaleza de su vuelta al Evangelio. El teólogo Yves Congar, en su estudio sobre la «Verdadera y falsa reforma en la Iglesia» ve en Francisco el ejemplo más claro de reforma de la Iglesia por medio de la santidad[1]. Nos gustaría entender en qué ha consistido su reforma por medio de la santidad y qué comporta su ejemplo en cada época de la Iglesia, incluida la nuestra.
1. La conversión de Francisco
Para entender algo de la aventura de Francisco es necesario entender su conversión. De tal evento existen, en las fuentes, distintas descripciones con notables diferencias entre ellas. Por suerte tenemos una fuente fiable que nos permite prescindir de tener que elegir entre las distintas versiones. Tenemos el testimonio del mismo Francisco en su testamento, suipsissima vox, como se dice de las palabras que seguramente fueron pronunciadas por Jesús en el Evangelio. Dice:
«El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y de cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo»
Y sobre este texto justamente se basan los historiadores, pero con un límite para ellos intransitable. Los históricos, aun los que tienen las mejores intenciones y los más respetuosos con la peculiaridad de la historia de Francisco, como ha sido, entre los italianos Raoul Manselli, no consiguen entender por qué último de su cambio radical. Se quedan - y justamente por respeto a su método - en el umbral, hablando de un «secreto de Francisco», destinado a quedar así para siempre.
Lo que se consigue constatar históricamente es la decisión de Francisco de cambiar su estado social. De pertenecer a la clase alta, que contaba en la ciudad para la nobleza o riqueza, él eligió colocarse en el extremo opuesto, compartiendo la vida de los últimos, que no contaban nada, los llamados «menores», afligidos por cualquier tipo de pobreza.
Los historiadores insisten justamente sobre el hecho que Francisco, al inicio, no ha elegido la pobreza y menos aún el pauperismo; ¡ha elegido a los pobres! El cambio está motivado más por el mandamiento; «Ama a tu prójimo como a ti mismo!, que no por el consejo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, luego ven y sígueme». Era la compasión por la gente pobre, más que la búsqueda de la propia perfección la que lo movía, la caridad más que la pobreza.
Todo esto es verdad, pero no toca todavía el fondo del problema. Es el efecto del cambio, no la causa. La elección verdadera es mucho más radical: no se trató de elegir entre riqueza y pobreza, ni entre ricos y pobres, entre la pertenencia a una clase en vez de a otra, sino de elegir entre sí mismo y Dios, entre salvar la propia vida o perderla por el Evangelio.
Ha habido algunos (por ejemplo, en tiempos cercanos a nosotros, Simone Weil) que han llegado a Cristo partiendo del amor por los pobres y ha habido otros que han llegado a los pobres partiendo del amor por Cristo. Francisco pertenece a estos segundos. El motivo profundo de su conversión no es de naturaleza social, sino evangélica. Jesús había formulado la ley una vez por todas con una de las frases más solemnes y seguramente más auténticas del Evangelio: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 24-25)
Francisco, besando al leproso, ha renegado de sí mismo en lo que era más «amargo» y repugnante para su naturaleza. Se ha hecho violencia a sí mismo. El detalle no se le ha escapado a su primer biógrafo que describe así el episodio: «Un día se paró delante de él un leproso: se hizo violencia a sí mismo, se acercó y le besó. Desde ese momento decidió despreciarse cada vez más, hasta que por la misericordia del Redentor obtuvo plena victoria»[2].
Francisco no se fue por voluntad propia hacia los leprosos, movido por una compasión humana y religiosa. «El Señor, escribe, me condujo entre ellos». Y sobre este pequeño detalle que los historiadores no saben -ni podrían- dar un juicio, sin embargo, está al origen de todo. Jesús había preparado su corazón de forma que su libertad, en el momento justo, respondiera a la gracia. Para esto sirvieron el sueño de Spoleto y la pregunta sobre si prefería servir al siervo o al patrón, la enfermedad, el encarcelamiento en Perugia y esa inquietud extraña que ya no le permitía encontrar alegría en las diversiones y le hacía buscar lugares solitarios.
Aún sin pensar que se tratara de Jesús en persona bajo la apariencia de un leproso (como harán otros más tarde, influenciados por el caso análogo que se lee en la vida de san Martín de Tours[3]), en ese momento el leproso para Francisco representaba a todos los efectos a Jesús. ¿No había dicho él: «A mí me lo hicisteis? En ese momento ha elegido entre sí y Jesús. La conversión de Francisco es de la misma naturaleza que la de Pablo. Para Pablo, a un cierto punto, lo que primero había sido una «ganancia» cambió de signo y se convirtió en una «pérdida», «a causa de Cristo» (Fil 3, 5 ss); para Francisco lo que había sido amargo se convirtió en dulzura, también aquí «a causa de Cristo». Después de este momento, ambos pueden decir: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí».
Todo esto nos obliga a corregir una cierta imagen de Francisco hecha popular por la literatura posterior y acogida por Dante en la Divina Comedia. La famosa metáfora de las bodas de Francisco con la señora Pobreza que ha dejado huellas profundas en el arte y en la poesía franciscanas puede ser engañosa. No se enamora de una virtud, aunque sea la pobreza; se enamora de una persona. Las bodas de Francisco han sido, como las de otros místicos, un desposorio con Cristo.
A los compañeros que le preguntaban si pensaba casarse, viéndolo una tarde extrañamente ausente y luminoso, el joven Francisco respondió: «Tomaré la esposa más noble y bella que hayáis visto». Esta respuesta normalmente es mal interpretada. Por el contexto parece claro que la esposa no es la pobreza, sino el tesoro escondido y la perla preciosa, es decir Cristo. «Esposa, comenta el Celano que habla del episodio, es la verdadera religión que él abrazó; y el reino de los cielos es el tesoro escondido que él buscó»[4].
Francisco no se casó con la pobreza ni con los pobres; se casó con Cristo y fue por su amor que se casó, por así decir «en segundas nupcias», con la señora Pobreza. Así será siempre en la santidad cristiana. A la base del amor por la pobreza y por los pobres, o hay amor por Cristo, o lo pobres serán en un modo u otro instrumentalizados y la pobreza se convertirá fácilmente en un hecho polémico contra la Iglesia o una ostentación de mayor perfección respecto a otros en la Iglesia, como sucedió, lamentablemente, también a algunos seguidores del Pobrecillo. En uno y otro caso, se hace de la pobreza la peor forma de riqueza, la de la propia justicia.
2. Francisco y la reforma de la Iglesia
¿Cómo ocurrió que de un acontecimiento tan íntimo y personal como fue la conversión del joven Francisco, comience un movimiento que cambió en su tiempo el rostro de la Iglesia y ha influido tan fuertemente en la historia, hasta nuestros días?
Es necesario mirar la situación de aquel tiempo. En la época de Francisco la reforma de la Iglesia era una exigencia advertida más o menos conscientemente por todos. El cuerpo de la Iglesia vivía tensiones y laceraciones profundas. Por una parte estaba la Iglesia institucional - papa, obispos, alto clero - desgastada por sus continuos conflictos y por sus demasiado estrechas alianzas con el imperio. Una Iglesia percibida como lejana, comprometida en asuntos demasiado más allá de los intereses de la gente. Estaban además las grandes órdenes religiosas, a menudo prósperas por cultura y espiritualidad después de las varias reformas del siglo XI, entre estas la Cisterciense, pero inevitablemente identificadas con grandes propietarios de terrenos, los feudales del tiempo, cercanos y al mismo tiempo lejanos, por problemas y niveles de vida, del pueblo común.
Había también fuertes tensiones que cada uno buscaba aprovechar para sus propias ventajas. La jerarquía buscaba responder a estas tensiones mejorando la propia organización y reprimiendo los abusos, tanto en su interior (lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes) como en el exterior, en la sociedad. Los grupos hostiles intentaban sin embargo hacer explotar las tensiones, radicalizando el contraste con la jerarquía dando origen a movimientos más o menos cismáticos. Todos izaban contra la Iglesia el ideal de la pobreza y sencillez evangélica haciendo de esto un arma polémica, más que un ideal espiritual para vivir en la humildad, llegando a poner en discusión también el ministerio ordenado de la Iglesia, el sacerdocio y el papado.
Nosotros estamos acostumbrados a ver a Francisco como el hombre providencial que capta estas demandas populares de renovación, las libera de cualquier carga polémica y las pone en práctica en la Iglesia en profunda comunión y sometida a esta. Francisco por tanto como una especie de mediador entre los heréticos rebeldes y la Iglesia institucional. En un conocido manual de historia de la Iglesia así se presenta su misión:
«Dado que la riqueza y el poder de la Iglesia aparecían con frecuencia como una fuente de males graves y los herejes de la época aprovechaban este argumento como una de las principales acusaciones contra ella, en algunas almas piadosas se despertó el noble deseo de restaurar la vida pobre de Jesús y de la Iglesia primitiva, para poder así influir de manera más efectiva en el pueblo con la palabra y con el ejemplo» [5].
Entre estas almas es colocada naturalmente en primer lugar, junto con santo Domingo, Francisco de Asís. El historiador protestante Paul Sabatier, si bien tan meritorio sobre los estudios franciscanos, ha vuelto casi canónica entre los historiadores y no solamente entre aquellos laicos y protestantes, la tesis según la cual el cardenal Ugolino (el futuro Gregorio IX) habría querido capturar a Francisco para la Curia, neutralizando la carga crítica y revolucionaria de su movimiento. En práctica, el intento de hacer de Francisco un precursor de Lutero, o sea un reformador por la vía de la crítica y no por la vía de la santidad.
No se si esta intención se pueda atribuir a alguien de los grandes protectores y amigos de Francisco. Me parece difícil atribuirla al cardenal Ugolino y aún menos a Inocencio III, del que es conocida la acción reformadora y el apoyo dado a las diversas formas nuevas de vida espiritual que nacieron en su tiempo, incluidos los frailes menores, los dominicos, los humillados milaneses. Una cosa de todos modos es absolutamente segura: aquella intención nunca había rozado la mente de Francisco. Él no pensó nunca de haber sido llamado a reformar la Iglesia
Hay que tener cuidado de no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Crucifico de San Damián. «Ve Francisco y repara mi Iglesia, que como ves se está cayendo a pedazos». Las fuentes mismas nos aseguran que él entendía estas palabras en el sentido modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y biógrafos que interpretaron -y es necesario decirlo, de manera correcta- estas palabras como referidas a la Iglesia institución y no sólo a la iglesia edificio. Él se quedó siempre en la interpretación literaria y de hecho siguió reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas.
También el sueño en el cual Inocencio III habría visto al Pobrecillo sostener con su hombro la iglesia tambaleante del Laterano no agrega nada nuevo. Suponiendo que el hecho sea histórico (un episodio análogo se narra también sobre santo Domingo), el sueño fue del papa y no de Francisco. Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco del Giotto. Esto significa ser reformador por la vía de la santidad, serlo sin saberlo.
3. Francisco y el retorno al evangelio
¿Si no quiso ser un reformador entonces qué quiso ser Francisco? También sobre esto contamos con la suerte de tener un testimonio directo del Santo en su Testamento:
«Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó».
Alude al momento en el cual, durante una misa, escuchó la frase del Evangelio donde Jesús envía a sus discípulos: «Les mando anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Y le dijo: «No lleves nada para el viaje: ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no tengáis una túnica de recambio». (Lc 9, 2-3)[6].
Fue una revelación fulgurante de esas que orienta toda una vida. Desde aquel día fue clara su misión: un regreso simple y radical al evangelio real, el que vivió y predicó Jesús. Recuperar en el mundo la forma y estilo de vida de Jesús y de los apóstoles descrito en los evangelios. Escribiendo la regla para sus hermanos iniciará así:
«La regla y la vida de los frailes menores es esta, o sea observar el santo Evangelio del Señor nuestro Jesucristo». Francisco teorizó este descubrimiento suyo, haciendo el programa para la reforma de la iglesia. Él realizó en sí la reforma y con ello indicó tácitamente a la iglesia la única vía para salir de la crisis: acercarse nuevamente al evangelio y a los hombres, en particular, a los pobres y humildes.
Este retorno al evangelio se refleja sobre todo en la predicación de Francisco. Es sorprendente pero todos lo han notado: el Pobrecillo habla casi siempre de «hacer penitencia». A partir de entonces, narra el Celano, con gran fervor y exultación comenzó a predicar la penitencia, edificando a todos con la simplicidad de su palabra y la magnificencia de su corazón. Adonde iba Francisco decía, recomendaba, suplicaba que hicieran penitencia.
¿Qué quería decir Francisco con esta palabra que amaba tanto? Sobre esto hemos caído (al menos yo he caído por mucho tiempo) en un error. Hemos reducido el mensaje de Francisco a una simple exhortación moral, a un golpearse el pecho, a afligirse y mortificarse para expiar los pecados, mientras esto es mucho mas profundo y tiene toda la novedad del Evangelio de Cristo. Francisco no exhortaba a hacer «penitencias», sino a hacer «penitencia» (¡en singular!) que, como veremos, es otra cosa.
El Pobrecillo, salvo los pocos casos que conocemos, escribía en latín. Y qué encontramos en el texto latino de su Testamento, cuando escribe: «El Señor me dio, de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia». Encontramos la expresión «poenitentiam agere». A él se sabe, le gustaba expresarse con las mismas palabras de Jesús. Y aquella palabra -hacer penitencia- es la palabra con la cual Jesús inició a predicar y que repetía en cada ciudad y pueblo al que iba.
«Después que Juan fue puesto en la prisión Jesús fue a Galilea, predicando el evangelio de Dios y diciendo: El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca , convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15).
La palabra que hoy se traduce por «convertíos» o «arrepentíos», en el texto de la Vulgata usado por el Pobrecillo, sonaba «poenitemini» y en Hechos 2, 37 aún más literalmente «poenitentiam agite», hagan penitencia. Francisco no hizo otra cosa que relanzar la gran llamada a la conversión con la cual se abre la predicación de Jesús en el Evangelio y la de los apóstoles en el día de Pentecostés. Lo que él quería decir con «conversión» no necesitaba que se lo explique: su vida entera lo mostraba.
Francisco hizo en su momento aquello que en la época del concilio Vaticano II se entendía con la frase «abatir los bastiones»: Romper el aislamiento de la iglesia, llevarla nuevamente al contacto con la gente. Uno de los factores de oscurecimiento del Evangelio era la transformación de la autoridad entendida como servicio y la autoridad entendida como poder, lo que había producido infinitos conflictos dentro y fuera de la Iglesia. Francisco por su parte resuelve el problema en sentido evangélico. En su orden los superiores se llamarán ministros o sea siervos, y todos los otros frailes, o sea hermanos.
Otro muro de separación entre la Iglesia y el pueblo era la ciencia y la cultura de la cual el clero y los monjes tenían en práctica el monopolio. Francisco lo sabe y por lo tanto toma la drástica posición que sabemos sobre este punto. El no es contra la ciencia-conocimiento, sino contra la ciencia-poder, aquella que privilegia a quien sabe leer sobre quien no sabe leer y le permite mandar con alteridad al hermano: «¡Traedme el breviario!». Durante el famoso capítulo de las esteras, en el cual algunos de sus hermanos querían empujarlo a adecuarse a la actitud de las órdenes cultas del tiempo, responde con palabras de fuego que dejan a los frailes llenos de temor:
«Hermanos, hermanos míos, Dios me ha llamado a caminar en la vía de la simplicidad y me la ha mostrado. No quiero por lo tanto que me nombren otras reglas, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo o de San Benedicto. El señor me ha revelado cuál es su querer, que sea un loco en el mundo: esta es la ciencia a la cual Dios quiere que nos dediquemos. Él les confundirá por medio de vuestra misma ciencia».[7]
Siempre la misma actitud coherente. Él quiere para sí y para sus hermanos la pobreza más rígida, pero en la Regla escribe: «Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo».[8]
Elige ser un iletrado, pero no condena la ciencia. Una vez que se ha asegurado de que la ciencia no extingue «el espíritu de la santa oración y devoción», será él mismo el que permita a Fray Antonio (el futuro santo Antonio de Padua) que se dedique a la enseñanza de la teología y san Buenaventura no creerá que traiciona el espíritu del fundador, abriendo la orden a los estudios en las grandes universidades.
Yves Congar ve en esto una de las condiciones esenciales para la «verdadera reforma» en la Iglesia, la reforma, es decir, que se mantiene como tal y no se transforma en cisma: a saber la capacidad de no absolutizar la propia intuición, sino permanecer solidariamente con el todo que es la Iglesia.[9] La convicción, dice el papa Francisco, en su reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium, que «el todo es superior a la parte».
4. Cómo imitar a Francisco
¿Qué nos dice hoy la experiencia de Francisco? ¿Qué podemos imitar, de él, todos y enseguida? Sea aquellos a quien Dios llama a reformar la iglesia por la vía de la santidad, sea a aquellos que se sienten llamados a renovarla por la vía de la crítica, sea a aquellos que él mismo llama a reformarla por la vía del encargo que cubren. Lo mismo de donde ha comenzado la aventura espiritual de Francisco: su conversión a Dios, la renuncia a sí mismo. Es así que nacen los verdaderos reformadores, aquellos que cambian verdaderamente algo en la Iglesia. Los que mueren a sí mismo, o mejor aquellos que deciden seriamente de morir a sí mismos, porque se trata de una empresa que dura toda la vida y va aún más allá ella si, como decía bromeando Santa Teresa de Ávila, nuestro amor propio muere veinte minutos después que nosotros.
Decía un santo monje ortodoxo, Silvano del Monte Athos: «Para ser verdaderamente libre, es necesario comenzar a atarse a sí mismos». Hombres como estos son libres de la libertad del Espíritu; nada los detiene y nada les asusta. Se vuelven reformadores por la vía de la santidad y no solamente debido a su cargo.
¿Pero qué significa la propuesta de Jesús de negarse a sí mismo, ésta se puede aún proponer a un mundo que habla solamente de autorrealización y autoafirmación? La negación no es un fin en sí mismo, ni un ideal en sí mismo. La cosa más importante es la positiva: «Si alguno quiere venir en pos de mí»; es seguir a Cristo, tener a Cristo. Decir no a sí mismo es el medio, decir sí a Cristo es el fin. Pablo lo presenta como una especie de ley del espíritu: «Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom 8,13). Esto, como se puede ver, es un morir para vivir, es lo opuesto a la visión filosófica según la cual la vida humana es «un vivir para morir» (Heidegger).
Se trata de saber qué fundamento queremos dar a nuestra existencia: si nuestro «yo» o «Cristo»; en el lenguaje de Pablo, si queremos vivir «para nosotros mismos» o «para el Señor» (cf. 2 Cor 5,15; Rom 14, 7-8). Vivir «para uno mismo» significa vivir para la propia comodidad, la propia gloria, el propio progreso; vivir «para el Señor» significa colocar siempre en el primer lugar, en nuestras intenciones, la gloria de Cristo, los intereses del Reino y de la Iglesia. Cada «no», pequeño o grande, dicho a uno mismo por amor, es un sí dicho a Cristo.
Sólo hay que evitar hacerse ilusiones. No se trata de saber todo sobre la negación cristiana, su belleza y necesidad; se trata de pasar a la acción, de practicarla. Un gran maestro de espiritualidad de la antigüedad decía: «Es posible quebrar diez veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo; y os digo cómo. Uno está paseando y ve algo; su pensamiento le dice: «Mira allí», pero el responde a su pensamiento: «No, no miro», y así quiebra su propia voluntad. Después se encuentra con otros que están hablando (lee, hablando mal de alguien) y su pensamiento le dice: «Di tú también lo que sabes», y quiebra su voluntad callando»[10].
Este antiguo Padre, como puede apreciarse, toma todos sus ejemplos de la vida monástica. Pero estos se pueden actualizar y adaptar fácilmente a la vida de cada uno, clérigos y laicos. Encuentras, si no a un leproso como Francisco, a un pobre que sabes que te pedirá algo; tu hombre viejo te empuja a cambiar de acera, y sin embargo tú te violentas y vas a su encuentro, quizás regalándole sólo un saludo y una sonrisa, si no puedes nada más. Tienes la oportunidad de una ganancia ilícita: dices que no y te has negado a ti mismo. Has sido contradicho en una idea tuya; picado en el orgullo, quisieras argumentar enérgicamente, callas y esperas: has quebrado tu yo. Crees haber recibido un agravio, un trato, o un destino inadecuado a tus méritos: quisieras hacerlo saber a todos, encerrándote en un silencio lleno de reproche. Dices que no, rompes el silencio, sonríes y retomas el diálogo. Te has negado a ti mismo y has salvado la caridad. Y así sucesivamente.
Un signo de que se está en un buen punto en la lucha contra el propio yo, es la capacidad o al menos el esfuerzo de alegrarse por el bien hecho o la promoción recibida por otro, como si se tratara de uno mismo: «Dichoso aquel siervo –escribe Francisco en una de sus Admoniciones- que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro».
Una meta difícil (desde luego, ¡no hablo como alguien que lo ha logrado!), pero la vida de Francisco, nos ha mostrado lo que puede nacer de una negación de uno mismo hecha como respuesta a la gracia. La meta final es poder decir con Pablo y con él: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí». Y será la alegría y la paz plenas, ya en esta tierra. San Francisco con su «perfecta alegría», es un testimonio vivo de la «alegría que viene del Evangelio» (Evangelii Gaudium) de que nos ha hablado el Papa Francisco.
Raniero Cantalamessa, ofmcap. es predicador de la Casa Pontificia
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[1] Y.Congar, Vera e falsa riforma nella Chiesa, Milano Jaka Book, 1972, p. 194.
[2] Celano, Vita Prima, VII, 17 (FF 348).
[3] Cf. Celano, Vita Seconda, V, 9 (FF 592).
[4] Cf. Celano, Vita prima, III, 7 (FF, 331).
[5] Bihhmeyer – Tuckle, II, p. 239.
[6] Leyenda de los tres compañeros, VIII.
[7] Leyenda Perusina 114.
[8] Segunda Regla, cap. II.
[9] Congar, op. cit. pp. 177 ss.
[10] Doroteo de Gaza, Obras espirituales, I,20 (SCh 92, p.177)