El Adviento nos recuerda la iniciativa extraordinaria de Dios que viene a salvar a su pueblo, y es un pueblo que cuanto más advierte la novedad de la Encarnación más, de alguna manera, se prepara para ella. Pero no nos preparamos a la Encarnación, al encuentro con el verbo de Dios que se hace carne, realizando quién sabe qué proyectos de mejoría personal, de honestidad, de capacidad propia: esto sería el antiguo fariseísmo que no sólo no se preparó, sino que rechazó el encuentro con Cristo cuando Él llegó.
Nos preparamos, en cambio, al encuentro con Él profundizando el sentido de la propia existencia; por tanto, profundizando el sentido del propio límite pero, al mismo tiempo, profundizando lo que está antes de cada límite y precede cada límite que es la pregunta de sentido, de verdad, de belleza, de justicia, de bien, de salvación.
Una función fundamental de la Iglesia en una situación como la que vivimos hoy es la de recuperar plenamente esta función educativa del corazón del pueblo, de la inteligencia del pueblo, de la eticidad del pueblo; de su capacidad de vivir dentro de la grandeza de la propia situación humana, sin esconderse a sí mismo, los límites y los condicionamiento a los que está sometida esta experiencia humana por parte de enemigos cada vez más fuertes y de alianzas negativas que, algunas veces, parecen presentarse con una fuerza irresistible.
La primera conciencia que hay que tener es la absoluta precariedad de la situación social y política de nuestro país, caracterizada por una crisis que hace que la pobreza sea una experiencia innegable que agrede muchos ámbitos, personas y situaciones que, evidentemente, son vulnerables y que no tienen ninguna capacidad de resistencia. Soy testigo de la necesidad de nuestra Iglesia de ser generosa respecto a quienes están perjudicados por esta pobreza, sacrificando diariamente ingentes cantidades de dinero y materiales que permiten, no digo superar la pobreza, sino vivirla con una cierta dignidad.
Sin embargo, es una pobreza devastadora que pone en crisis a las familias, las amistades, las relaciones de parentesco, los ámbitos de referencia. Las personas se tienen que enfrentar a condiciones que no son capaces de sostener adecuadamente. Y frente a esto hay una absoluta inexistencia e inconsistencia del mundo político e institucional. Estos pequeños juegos de supervivencia, de corrientes, de posiciones, contradicciones continuas en las decisiones que se toman: lo que hoy se afirma como decidido, el día siguiente es puesto en discusión. Hay una ausencia de línea efectiva, que se corresponda con las grandes necesidades reales. Tengo en mente el título de un artículo que describe bien la situación: «No se sabe si son malos; probablemente son sólo estúpidos».
No tengo una adecuada preparación de tipo económico y político, pero el hecho de que algunas cosas que se afirman como novedades se contradigan al día siguiente, creo que indica una terrible incapacidad e incompetencia. Y, además, indica sobre todo la ausencia de una línea que se haga cargo efectivamente de las condiciones del país. Un país humillado por una creciente hipocresía, por una adulación increíble, por una verdadera y propia dictadura de lo políticamente correcto, por la imposibilidad de debatir sobre ciertos poderes que no se pueden ni siquiera nombrar si uno quiere evitar problemas.
La situación que vivimos es la de una crisis de época. Estamos dentro de una crisis de época y hay una absoluta falta de esperanza, de puntos de referencia. Los valores tradiciones resultan muchas veces, sencillamente, sólo verbales, pietistas.
Falta la cultura. En una sociedad hay clases intelectuales y políticas inadecuadas porque les falta una cultura adecuada, como decía el beato Juan Pablo II. Cultura adecuada quiere decir saber enfrentarse a los problemas con la intención de humanizar la existencia de las personas y de la sociedad.
También este «vota sí, vota no», «se vota dentro de 3 meses, se vota dentro de un año y medio»; «’Se vota con una nueva ley electoral’, pero no se sabe y no se entiende quién la quiere y quién no la quiere». Se debe reformar la justicia porque ya está en niveles insoportables, también desde el punto de vista psicológico. Pero, ¿qué significa reformar la justicia? Falta cultura, falta proponer proyectos. Por consiguiente, el pueblo se siente abandonado a sí mismo como nunca se había sentido antes.
Y aquí surge - o debería surgir – renovada la capacidad de propuesta global de vida de la Iglesia, sobre todo su función educativa. La Iglesia está sanamente embestida por el tornado de fe, de valentía y de coraje eclesial que caracteriza el pontificado de Papa Francisco. Pero también sobre esto: ¿dónde y cómo pensar en hacer cuerpo con este testimonio, con este proyecto de reforma radical de la vida eclesial en el plano de la fe y de la misión? Yo pienso que, por ahora, la eclesialidad ha introducido sólo algunos temas, cuando no sólo algunas palabras.
Ahora se abusa de la palabra “pobres”, se abusa de la palabra “periferias”, se abusa de la palabra “olor a oveja”, y así diciendo. Pero hay que entender qué significa esto para la vida de una Iglesia particular. Personalmente me siento embestido por un problema que tengo que profundizar cada día; tengo que aceptar el desafío que el Papa lanza a mi vida y a la de mi Iglesia, y tengo que intentar corresponder también de manera operativa. Es el principio de un trabajo, pero sobre este trabajo tal vez sería necesario despertar sinergias, capacidad de encuentros, de comparaciones. Espero mucho de la potenciación de las Conferencia Episcopales regionales porque al ser espacios de iglesias que están cercanas, contiguas, a veces caracterizadas por una determinada tradición eclesial y eclesiástica, podrían confrontarse y ayudarse de manera efectiva.
Todo esto debe tenerse presente en este Adviento, en el que pedimos al Señor que Él vuelva a vivir realmente en nuestra vida, tal como nos pedía el gran San Carlos Borromeo al principio de un Adviento, en una carta mandada a su diócesis: «Que vuelva a estar vivo y presente, sostenga nuestra fe, la madure, nos haga capaces de implicar toda nuestra vida con la vida de los hombres para ser esa estela luminosa en la sociedad», como el Papa Francisco aludía en las últimas páginas de la Encíclica Lumen Fidei.
Después de tantos años entiendo, por primera vez, que este compromiso es una fatiga y una fatiga operosa, es una milicia. En este sentido es verdad que militia est vita hominis. Es una batalla contra las intenciones de contentarse con fórmulas, con esquemas, con maneras de decir. Sin encaminarse por la vía de una verdadera conversión, de una verdadera capacidad misionera que, después, podría tener su fruto positivo también en la vida de esta sociedad que paga el castigo de una lejanía de Cristo que – como decía Benedicto XVI –la condena a estar alejada de sí misma.
Luigi Negri, es Arzobispo de Ferrara-Comacchio (Italia)
(Traducción de Helena Faccia Serrano)