Aunque se nos pasase por alto, no podemos, sin embargo, olvidar que el día 26 de noviembre se cumplieron 509 años de la muerte de la reina Isabel I de España, la Católica, una fi gura emblemática y clave de nuestra historia y de la historia del mundo: gran mujer, gran madre, gran reina, grande por su magnanimidad y obra de gobierno, pero sobre todo por su fe y su cristianía, sin las que resulta imposible comprender todo cuanto fue e hizo, tanto en el terreno político como en el social y cultural e, incluso, en el eclesial y religioso. Se trata de aquella cristianía y de esa misma fe por la que, como leemos en su testamento, ya en su lecho mortal, estaba «aparejada para por ella morir e lo reçibiría por muy singular y exçelente don de la mano del Señor».
Con una memoria agradecida, reconocemos los frutos abundantes que el Señor hizo brotar por ella, que trabajó denodadamente por la unidad de los pueblos y reinos de España y de las gentes, que promovió desarrollo y humanización en sus territorios, que alentó la mayor gesta, sin género de duda, de España en su historia –el descubrimiento y la evangelización de América–, y que protegió, de manera impensable para aquellos tiempos, la defensa, protección y el respeto del indio; que, además, promovió e impulsó con el auxilio de Dios y la ayuda de Hernando de Talavera, Cisneros y otros la gran reforma y renovación de la Iglesia en España antes que en ningún otro país sucediera, anticipándose a la gran renovación eclesial del siglo XVI; que tanto animó las obras de evangelización y de cultura impregnada de tradición cristiana y trabajó para el mantenimiento de la misma, única y verdadera fe que nos llega de los Apóstoles, en la Iglesia, a la que amó y sirvió con una gran fi delidad y libertad. En su tiempo y con los condicionamientos históricos de su época, no fue sólo una reina cristiana, católica, sino, ante todo, una cristiana en el servicio de la realeza. Supo distinguir entre «lo que es del César» y «lo que es de Dios».
Reconoció al único Señor, y desde ahí organizó su vida y ejerció el gobierno de España y de la recién descubierta América, propiciada por ella y su esposo. La reina Isabel tuvo mucho que ver con lo que es la España de los nuevos tiempos, que alcanza su máxima cota en el siglo XVI. Por eso, su actuar cristiano, ejercido en medio de fragilidades humanas y condicionamientos, y su legado nos alientan hoy a recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor al hermano, para sacar de ahí fuerza renovada que nos haga siempre infatigables creadores de unidad y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. Con la memoria agradecida de la reina Isabel, y, sobre todo, con el agradecimiento a Dios por lo que Él obró en favor nuestro a través de esta buena hija de la Iglesia, vuelven a tener actualidad aquellas vibrantes palabras del Papa Juan Pablo II en Compostela: «Europa, España, vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa y benéfi ca tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios, lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo» (Juan Pablo II, en Santiago de Compostela, 1982). Vamos a celebrar esta semana dos acontecimientos que tanto afectan a España: uno, el aniversario de la aprobación y promulgación de la Constitución española; el otro, la fi esta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, Patrona de España, la gran Protectora y Madre de esta tierra, que con gozo se reconoce, en lo que es en su ser profundo, como «Tierra de María».
Esa España unida en una unidad que no se puede destruir ni amenazar por nada, que tiene tan sólidos fundamentos y tan profundas raíces, las mismas, –tan actuales, tan vigentes, tan capaces de generar futuro y esperanza– las que sustentaron y por las que luchó tanto y tan bien la reina Isabel, la Católica, esa España «perdida», pero recobrada de nuevo por la Reina Isabel, la España nuestra tan querida, tiene en esta gran Reina –sin duda alguna– el aliento, el estímulo, el ejemplo, la ayuda y la protección que necesitamos en estos momentos nada fáciles que atravesamos para vivir nuestra identidad, afi anzarla en la unidad, consolidarla en un proyecto compartido donde el bien común, el bien de la persona, el servicio a la reconciliación y a la atención a los pobres y débiles, y el caminar con esperanza, sean nuestro santo y seña, fiel al legado que nos dejó la Reina Isabel. (Cuando era arzobispo de Granada, acudí muchas veces –sobre todo en momentos de especial necesidad– a rezar ante la tumba de la Reina Isabel, y puedo afirmar, asegurar, que siempre encontré su ayuda solícita, nunca me faltó la luz y el apoyo requerido).
Por eso, sigo invocando todos los días la protección y la ayuda de la Reina Isabel para esta España, la de hoy, que ella forjó y condujo con tanta esperanza, con verdadera sabiduría, en medio de no menores difi cultades que las que tenemos hoy, y con la posibilidad de aciertos y desaciertos, con los que también ella contó. Y, por encima de todo, pongo a esta España nuestra, en su unidad y sin exclusión de nadie, en manos de María Inmaculada, siempre Virgen: que su mirada misericordiosa proteja y ayude siempre a esta España suya y que la mantenga en la fe y en todo lo mejor que la constituye, y le abra los caminos para una nueva evangelización, como nos pide el Papa Francisco, en la que se ofrezca el gran signo: «Los pobres son evangelizados».
© La Razón