Escuchando, a veces, debates sobre el aborto se percibe que, incluso para algunos teóricamente defensores de la vida, determinados tipos, o supuestos, de aborto, resultarían “aceptables”. ¿Qué hacer en caso de violación, en caso de enfermedad de la madre, de malformación del feto, etc.? Que a personas así el aborto les parezca una opción válida es la prueba más clara del poder invasor de las conciencias de la cultura de la muerte. A fuerza de tanto horror amparado por las leyes y por la praxis social, ya no distinguimos con nitidez entre el bien y el mal. El aborto no admite excepciones: “La vida humana debe ser protegida y respetada de manera absoluta desde el momento de la concepción”, leemos en el “Catecismo”. Desde el primer momento, es necesario reconocer al ser humano su condición de persona - ¿qué podría ser si no es persona? – y, por consiguiente, sus derechos inalienables, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida. El aborto provocado, directo, querido como un fin o como un medio, es siempre gravemente inmoral. Igualmente, es inmoral la cooperación formal al aborto. La sociedad civil, máxime si desea ser “vanguardista”, ha de reconocer en su legislación este derecho inalienable de un inocente a la vida. No hay, no puede haber, un “derecho” al aborto. Sí lo hay a la vida. Una ley que pervirtiese este ámbito - que por estar anclado en lo que le es debido a la persona humana, es anterior a toda ley positiva – sería siempre una ley injusta. Si el Estado desampara a unos seres humanos, permitiendo, despenalizando o legalizando su muerte, está negando la igualdad de todos ante la ley. Habría una ley para los fuertes y una ley para los débiles. No se entiende como una ley pueda prestar cobertura a un crimen. Tampoco se entiende que un crimen quede impune; aunque, como en todos los delitos, pueda haber circunstancias atenuantes de la culpa. Invocar la “seguridad jurídica” para encubrir el asesinato es una burla del derecho y hasta una burla del sentido común. Quien debe estar seguro de la protección de la ley es el inocente. No tiene sentido extender, en este tema o ningún otro, una licencia para matar. Este eclipse de la conciencia es el resultado, no lo dudemos, de la pérdida del sentido religioso de la vida. Se puede ser ateo y defender la vida. Sí. Pero la conexión de unas ideas con otras lleva, con mayor frecuencia, de la admisión de la no existencia de Dios – o de su irrelevancia – a la admisión de que nosotros, los fuertes, podemos decidir a nuestro arbitrio la suerte de los débiles. No es casual que se enarbolen a la vez las banderas de la muerte y del laicismo. Guillermo Juan Morado, sacerdote