Quizá sería más apropiado decir que persisten y agigantan su ofensiva laicista contra la Iglesia y la mortífera contr los seres más desvalidos de la sociedad, según ha quedado totalmente demostrado en el XXXVII congreso del PSOE celebrado este último fin de semana (4, 5 y 6 de julio). En él se acordó, aparte de otros asuntos que no vienen al caso, más aborto -como si en la práctica no fuera ya totalmente libre-, implantación de la eutanasia activa y la supresión "progresiva de los símbolos litúrgicos religiosos en especios públicos y en los actos oficiales". Es decir, lo que ya hizo en las escuelas públicas el socialista y masón Rodolfo Llopis, nombrado director general de Enseñanza Primaria tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. En apoyo de la supresión de los símbolos religiosos, el periódico El País dictó la "norma", que para eso establece el camino a seguir: "Las religiones no tienen derecho a hacer leyes, y su deber, una vez aprobadas, es cumplirlas". O sea, dictadura "democrática" a la trágala, sin respeto alguno a creencias milenarias que han conformado el espíritu de esta nación. Pero estos laicistas amasonados olvidan que si las religiones no tienen derecho a hacer las leyes, el Estado limitado, el único realmente democrático, tampoco tiene derecho a perseguir a ninguna religión, sobre todo a las más humanistas, como la cristiana, sin la cual esta sociedad nuestra no tendría explicación, perdería todo sentido y entraría en un proceso caótico de deshumanización. Pero aún hay más: ¿y si las leyes son injustas? Porque hay leyes injustas, muy injustas, algunas terriblemente injustas, como la que permite el acto criminal del aborto. El partido socialista siempre ha sido, desde su fundación por Pablo Iglesias en 1879, opuesto, por no decir hostil, a la religión, especialmente a la Iglesia católica. En sus inicios se adhirió, plenamente, a las tesis marxistas, entre otras, a su ateismo radical -"la religión es el opio del pueblo"-, pero la masonería no tuvo plaza en este pequeño partido de crecimiento lento y fatigoso, más amenazador y ruidoso que temible. Tuvo que llegar la decadencia de la Restauración y, sobre todo, la II República, para que se advirtiera en las filas socialistas la presencia de masones significados, como Fernando de los Ríos, Luis Jiménez de Asúa, el ya citado Rodolfo Llopis, Juan Simeón Vidarte, Graco Marsá, etc. Pero en esta época, los masones se dedicaron principalmente a copar los partidos republicanos, desde el Partido Republicano Liberal-Demócrata, de Melquiades Álvarez y Gurmersindo Azárate, a Esquerra Republicana de Catalunya, pasando por Izquierda Republicana (antes Acción Republicana) de Manuel Azaña; Partido Radical-Socialista (luego unido a Izquierda Republicana), de Marcelino Domingo y Victoria Kent; Unión Republicana, de Diego Martínez Barrio (Gran Maestre del Gran Oriente Español), y Partido Radical de Alejandro Lerroux, aunque en este último abundaban los masones dormientes, como el propio jefe de filas, o alejados de las prácticas masónicas. A esta invasión masónica se debió la Constitución de 1931, un modelo de sectarismo secularista rabioso, copiada de la carta magna de la dictadura masónica mejicana, y la expulsión de los jesuitas en 1932, la bestia negra de la masonería desde su misma fundación en el Londres de 1717. Ahora, en cambio, quien te ha visto y quien te ve, queridos hijos de san Ignacio. Tras la guerra civil, los pequeños focos del exilio que mantenían la llama sagrada socialista, cayeron enteramente en manos de masones, tanto en Toulouse (Francia), como en México. Al llegar la democracia y reorganizarse el PSOE, advertimos, los que veníamos de muy atrás en ese enredo, la presencia de masones, aunque eran personas muy honorables y por lo general muy baqueteadas que no tenían muchas ganas de resucitar viejas rencillas de resultados tan nefastos. Felipe Gonzálex prescindió del marxismo y optó por una via socialdemócrata que parecía presagiar paz y libertad religiosas, muy necesarias para la consolidación de la convivencia nacional. De esa esperanza participaba también la jerarquía católica española. Pero personalmente pronto me di cuenta de que en todo ello había más ficción que realidad. Los viejos fantasmas del odio religioso volvían a imponerse en la mentalidad socialista, de manera que a mí, al menos, me resultaba ya imposible conciliar fe con política "progresista". El triunfo electoral del PSOE en octubre de 1982, empezó a descubir el avance masónico en la cumbre de este partido y en el gobierno que se formó a consecuencia de los resultados electorales. El ministerio de Justicia, por ejemplo, cayó enteramente en manos de un grupo de masones, a los que los propios socialistas llamaban "vaticanista", porque procedían de las Congregaciones Marianas de la calle de Zorrilla, número 3, de Madrid, pero que se pasaron al "moro" en bloque. Ahora, la invasión masónica del PSOE ha alcanzado tales proporciones, que ya no se sabe muy bien si es un partico político o una secta metida en política, asentada sobre una plataforma de estómagos agradecidos y una base electoral fácil de manipular. La pregunta, por tanto, que se plantea a los católicos conscientes es muy clara: ¿se puede votar a una partido tan laicista y enemigo de la vida? La respuesta yo, en tanto que creyente convencido, la tengo muy clara. Entonces, ¿hay que votar al PP? Bueno, de ello me ocuparé en una entrega próxima, acaso la semana que viene. Vicente Alejandro Guillamón