Cada vez que un caso de pederastia salpica a la Iglesia, las críticas a la sexualidad contenida por la castidad y el celibato se multiplican como hongos después de un chaparrón. El más repugnante de los pecados de la carne, la pedofilia, sirve a los que destilan odio, rencor y desprecio para cargar contra la moral sexual católica y, de paso, desenfundar su colección de insultos contra la cristiandad toda, especialmente contra obispos y sacerdotes: viciosos, lascivos, reprimidos, acomplejados, retrógrados, criminales, corruptos… Benedicto XVI ha condenado con firmeza los abusos sexuales que se cometen en la Iglesia, y ha pedido públicamente que los seminarios sean un primer filtro para que ningún presbítero termine por cometer tan abominable crimen. Pero a los que vomitan bilis contra lo católico, eso les da igual. En todo caso, y a pesar de las palabras del Papa, siempre he pensado que la Iglesia suele gestionar de modo penoso estos hechos execrables. No siempre se ha actuado así, pero en no pocas ocasiones se ha echado tierra encima, e incluso se ha llegado a cambiar de parroquia al sacerdote corrupto, cuando en realidad deberían habérsele perdonado sus pecados (caso de que estuviese arrepentido) y después haberlo entregado a la Justicia, previa suspensión “ad divinis”. Que lo mejor que podría esperar un menorero, sea cura, político o electricista, es la castración química y la cárcel de por vida. Más allá de las críticas a la Iglesia, hay un dato que nuestro sistema orwelliano de comunicación se empeña en silenciar. Pura espiral del silencio. El crimen abominable de la pedofilia suele ser cometido, en un altísimo número de casos, por hombres adultos contra niños. Niños, más que niñas. Es decir, por pedófilos homosexuales. Sirva como ejemplo el repugnante caso de Álvaro I. G., “Nanisex”, que estos días está tan en boga, pero del que se omite, casualmente, el matiz de que es homosexual. Ignoro si por la frecuente promiscuidad que rodea al mundo gay o por cualquier otro cortocircuito mental, la mayoría de los pederastas son homosexuales o han abusado indistintamente de niños y niñas. No digo que la mayoría de homosexuales sean pedófilos, sino que la mayoría de pedófilos son gays. Hace unos días, la Coordinadora de gays y lesbianas que está preparando el Día del Orgullo Gay en el País Vasco emitió un comunicado en el que se defienden “las relaciones intergeneracionales”. ¿Ambiguo mensaje? Pues Jaime Mendia, portavoz de la coordinadora y miembro de la plataforma vasca gay Ehgam, se encargó de aclarar que es escandaloso “que se niegue a un niño de ocho años disfrutar del sexo”. La expresión “hijo de puta” fue la primera que me vino a la mente al escuchar sus palabras. Quizá fuese excesiva y poco caritativa, pero uno tiene estos prontos. Ante las críticas que ha recibido este tipejo, otro miembro de Egham ha dicho que su mensaje fue malinterpretado, y que Mendia se refería a que “los niños tienen sexualidad: juegan a médicos desde los ocho años”. Con lo que pasaría de hijoputa a mero degenerado… En esta Semana del Orgullo Gay (en España se nos queda corto un solo día), las cadenas de televisión y los periódicos de todo signo, –incluidos ABC y La Razón, Antena 3 y Telemadrid–, le hacen la ola a los homosexuales, reivindican la visibilidad de las lesbianas, aplauden los contoneos de musculosos con alitas de mariposa y jadean exultantes ante los magreos multitudinarios. Como todos los años por estas fechas. Y, como todos los años por estas fechas, se echa de menos que alguno de los grandes medios tenga los arrestos necesarios para decir que no todos los homosexuales son trigo limpio, que las prácticas gays están muchas veces relacionadas con el vicio y la degeneración, y que no por ser lesbiana u homosexual se goza de inmunidad moral para pervertir. Desgraciadamente, los grandes medios españoles –y europeos– prefieren bajarse los pantalones ante el mundo gay. Y luego, pasa lo que pasa… José Antonio Méndez