Es su gran carta de navegación que arranca de la alegría del encuentro con Jesucristo (porque eso es la fe, como subrayó Benedicto XVI y agradece Francisco) y se dispone a surcar las aguas procelosas de un mundo tantas veces dominado por la tristeza del individualismo y de los placeres opacos. Y el puerto es el corazón de cada hombre y mujer por desarreglado que se encuentre, por herido y rebelde que se presente. Allí y sólo allí se juega la partida que la Iglesia debe jugar desde hace más de dos mil años. Por eso Francisco pide (casi diríamos que exige) una conversión de todo el pueblo, desde el Papa hasta el último cristiano de cualquier aldea perdida. Para él todo, costumbres, horarios, ropas, lenguajes y estructuras, debe convertirse en cauce adecuado para la evangelización del mundo, no para la autopreservación. Ya no basta la administración de lo que tenemos, hace falta salir con la alforja, el bastón y las sandalias, con el único recurso de la fe vivida a campo abierto.

Si por un instante damos un paso atrás para contemplar este ciclón con perspectiva, vemos que la Evangelii Gaudium forma parte de un camino cuyo inicio podemos datar hace cincuenta años, con la convocatoria del Concilio Vaticano II. Allí empieza a germinar una conciencia que ha requerido tiempo para madurar. Francisco lo documenta con su cuidadosa cadena de citas que abarca desde el beato Juan XXIII al gran doctor Benedicto XVI. Con un firme apoyo en aquel Pablo VI cuya experiencia había madurado y cuajado en la Evangelii Nuntiandi, y en un Juan Pablo II que comenzó su pontificado diciendo “abrid las puertas a Cristo” y “no tengáis miedo”, y que cifró su programa al decir que “el hombre es el camino de la Iglesia”.

“Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”: este es el hilo rojo que atraviesa un texto denso y apasionado por momentos, páginas apretadas donde la pasión misionera de Jorge Bergoglio parece desbordarse, pero siempre nace de la fuente de Jesús vivo y presente a través de la carne de su Iglesia. La nueva estación misionera que el Papa vislumbra no es una tarea de gigantes, nace orgánicamente del corazón del cuerpo eclesial. Porque “si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”. E insiste (citando a Benedicto) en que “la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción”, porque anuncia la gran fiesta del perdón, el gran rescate de nuestro mal, “un horizonte bello y un banquete deseable”.

Sólo la alegría del encuentro con Jesús que se repite cotidianamente puede permitir “una Iglesia en salida”, siempre dispuesta a superar el propio recinto de seguridades adquiridas. “Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido”, se anticipa frente a posibles objeciones. “Si algo debe inquietarnos es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida”.

La Evangelii Gaudium recuerda con fuerza que en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros, y que el anuncio de Jesucristo tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad. Hay una “inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno”. Para Francisco hacer oídos sordos al grito del pobre nos situaría “fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto”. Explica que la opción evangélica por los pobres está alejada de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos.

Francisco no propone para la Iglesia una opción religiosa desencarnada de la historia. Afirma con rotundidad que “nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad…sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos”. Y pregunta si alguien se atrevería “a encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta”. La fe auténtica siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, siendo conscientes de los límites de toda construcción humana, de la necesidad de reparar, corregir y comenzar de nuevo.

Esta Exhortación concluye por donde empezaba, por la alegría que sólo Jesucristo presente puede regalarnos una y otra vez. Es esa alegría (que no es imposición moralista sino reflejo de un bien inmenso experimentado) la que nos “marca a fuego” para la misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Y entonces aparece, como dice Francisco “la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás”. Pero sin esa alegría original la misión se convierte en un plan extenuante, en una cosecha amarga de impotencia. Es cierto que esta perspectiva produce vértigo porque no encuentra apoyo en las seguridades mundanas, en la propia valía, en los planes bien diseñados, ni siquiera en la disposición personal al sacrificio. El único apoyo, la única roca es Cristo presente en su cuerpo (a veces maltrecho pero siempre amado), la Iglesia. Y su único interlocutor es el corazón sediento y desvalido del hombre, no los poderes de este mundo, la opinión publica o los debates abstractos.

Con este texto podemos apropiarnos humildemente del camino secular de nuestra Iglesia, de este gran río con sus meandros, rápidos y estancamientos… para volver a fluir con fuerza en cada época. El Concilio surgió para combatir la reducción de la fe a costumbre, dijo con llaneza Benedicto XVI, para recobrar en la experiencia de la gente-gente la fe como amistad con Jesús que cambia la vida. Francisco nos dice que no perdamos tiempo porque muchos viven sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin un horizonte de sentido y de vida. Si eso no nos importa, ¿a qué nos dedicamos?

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