Todo hombre y mujer desea siempre ser feliz. Es algo universalmente deseado y buscando, un deseo tan antiguo como la misma humanidad. Hace 25 siglos ya lo dijo Aristóteles, cuando empezó a escribir su Ética a Nicómaco. En distintos momentos, incluso en esta sociedad de la prisa, nos paramos a planteamos la pregunta existencial. ¿Soy feliz? Incluso vamos más allá, y estamos penetrando en la pregunta del millón: ¿cómo puedo ser feliz? A lo largo de la historia ha habido muchas respuestas, casi tantas como personas han pasado por esta tierra.
La misma pregunta ya delimita mucho el problema, al menos en su formulación en español. Nos interrogamos si “somos” felices, más allá de nuestro estado puntual de felicidad, tristeza, sufrimiento, apatía, enfado… Lo que nos preocupa es la situación habitual en la que vivimos, más allá del estado de ánimo actual y puntual. Estar es una situación pasajera, temporal, que antes o después terminará.
Recientemente he escuchado tres componentes que siempre están presentes en este deseo natural de felicidad: tener claro mi norte en la vida, tener la firme certeza de llegar a mi fin y crecer como amado amante.
“Si no sabes dónde vas no estás perdido”, pero tampoco tienes un punto de referencia para medir la distancia que te queda por recorrer. En todos los aspectos de nuestra vida necesitamos saber cuál es nuestro destino, nuestro fin. Y teniendo esa meta clara, podremos ir dando pasitos, cruzando las metas volantes de nuestra carrera ciclista. Cuando Cristóbal Colón inició su viaje “hacia las Indias” no se imaginaba que llegaría a América, pero su viaje tenía un fin, un destino. Y en las noches oscuras, en medio del mar, podía ver la estrella polar y decir: “Tenemos que seguir navegando hacia el oeste, y el oeste está por allí”. Tenía un punto de referencia, y a partir de él seguía navegando.
Esta navegación no siempre es fácil, ni siquiera teniendo claro el fin. La noche, las olas, el viento, chocan con nuestra barca, y los buenos deseos se van erosionando, perdiendo su lucidez. Para continuar en el camino necesitamos una fuerte confianza en que alcanzaremos el fin. Esperamos llegar, no como un deseo utópico, un “qué bonito sería si…”, sino con la determinada determinación de Santa Teresa. El hombre busca certezas firmes, y la historia nos confirma que esas certezas, en último término, vienen de Alguien firme, fiel, que no falla. En definitiva, de un Dios amoroso y omnipotente. “Sé en quien he creído y estoy firme”, afirmaba San Pablo, y eso le sostuvo en sus múltiples viajes a través del Mare Nostrum.
El último componente de la felicidad es nuestra realidad de “amado amante”. El ser humano encuentra una razón para caminar cuando descubre que alguien le ama, que es amado por alguien. Esta convicción de sentirse amado es anterior a nuestra necesidad de amar. Nos descubrimos importantes para alguien, llamados nominalmente por alguien. En esa llamada encontramos la fuerza para seguir adelante. Juan Pablo II, y tantos otros pensadores, recuerdan con frecuencia que el hombre por naturaleza vive en el amor, y sólo ahí se desarrolla plenamente.