El próximo domingo, fiesta de Cristo Rey, será clausurado el Año de la Fe. Ha sido un año, sin duda alguna, de un gran bien para la Iglesia, y, por lo mismo, para la Humanidad entera. Sólo Dios sabe los frutos que a lo largo de él se han producido y los que se producirán en el futuro. Finalizando este Año de Gracia, afloran a mis labios aquellas palabras de una persona muy querida, joven, padre de familia, muy cercano a la muerte: «No sabemos lo que tenemos con la fe. Todo esto –sus muchos y fuertes sufrimientos, dejar mujer e hijos, tantas otras cosas– para que el mundo crea». Es verdad que los que creen –los que creemos– no sabemos bien lo que tienen o tenemos con la fe: un gran
tesoro que lo merece todo. Por eso, al fi nal de este año –que para muchos habrá supuesto un fortalecer y reavivar la fe y para otros, el descubrirla y empezar a vivirla–, los que viven de ella, además de dar gracias por este don, no pueden menos que comunicarla, trasmitirla a otros, dar testimonio de ella, para que puedan también gozar de esta dicha tan inmensa que nos hace libres y llena de esperanza. Ha sido un año importante; entre las muchas cosas que han acaecido señalo dos muy significativas y añado otra, también muy significativa, que tiene que ver mucho con España: la renuncia del Papa Benedicto XVI; la elección del Papa Francisco y, la tercera, la beatificación de 522 mártires de la persecución religiosa en España el pasado siglo XX.
Con su renuncia, Benedicto XVI nos ha hecho mirar a Dios, «Dios que es amor» –su primera encíclica y su última y gran enseñanza–, nos ha hecho mirar a Dios, lo solo y único necesario, la verdadera y gran esperanza de salvación para el mundo entero; nos ha llamado a la confianza en Dios que lleva la Iglesia y conduce el rumbo de la historia, en cuyas manos está el destino seguro para todos los hombres: nos ha llamado a revigorizar la fe. Con la elección de Francisco, Dios mismo nos muestra que esta fe se vive y se expresa por la caridad, por la misericordia, por las obras reales de misericordia, y nos ofrece el gran signo de que «los pobres son evangelizados». La Iglesia, tras este año, renovada y fortalecida su fe, con nuevo vigor y acrecido ánimo, prosigue su camino por las sendas de una nueva evangelización siguiendo las huellas de Jesús, simbolizado por él mismo en el Buen Samaritano, que sale a nuestro encuentro despojándose de su condición divina y haciéndose uno de tantos (Cf. Fil. 2), pobre con los pobres. Es preciso, así pues, que los cristianos, las comunidades cristianas, la Iglesia entera, demos el paso hacia todo hombre, en especial, hacia quienes están siendo víctimas de la injusticia o de la marginación, hacia todos los marginados y orillados, hacia los ancianos, enfermos y desvalidos, hacia los inmigrantes y los sin techo, hacia los que lloran y sufren por cualquier causa, hacia los que necesitan consuelo y aliento, hacia los nuevos pobres que crea la sociedad moderna, hacia los pecadores y rotos. Urge que por la cercanía y proximidad a los pobres de los cristianos –de todos– y mediante la opción preferencial de éstos por los pobres, como opción de Iglesia, se testimonie el estilo del amor de Dios, su providencia y su misericordia, y se siembren las semillas del Reino de Dios que Jesús mismo, rostro del Padre, dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales o materiales, y señaló como señal de su presencia y de quién era el que «los pobres son evangelizados y dichosos los que no se escandalizan de Él».
Como Jesús, Dios con nosotros, con su propio amor, amor de Dios humanado, la caridad cristiana lleva a compartir cuanto somos y tenemos con quienes lo reclaman desde cualquier necesidad; conduce a establecer unas relaciones humanas nuevas apoyadas en el amor de Dios y que es Dios; unas relaciones apoyadas en el respeto a la dignidad de cada ser humano y a la defensa del débil, del inocente y del indefenso. La caridad compromete a los cristianos a instaurar un mundo nuevo y reclama de nosotros que nos empeñemos, auxiliados por la gracia divina, en las circunstancias actuales, en lograr algo cada vez más urgente y necesario: la unidad de todos, el trabajar con todos, codo con codo, en la lucha contra la pobreza y las pobrezas que atenazan y amenazan a nuestra sociedad.
La caridad nos apremia hoy ante tantas y tan variadas y hondas, pobrezas, las de siempre y las nuevas, las muchas sensibilidades que interpelan hoy la sensibilidad cristiana y los grandes retos de nuestro tiempo. Urge y apremia apostar por la caridad, que, no lo olvidemos, ha de ser también necesariamente un servicio a la cultura, la política, la economía y la familia, para que en esos ámbitos se respeten los principios fundamentales de los que depende el destino del ser humano, en los que entra en juego su dignidad inviolable y sus derechos fundamentales e inalienables. Esta dimensión es parte inseparable de la nueva evangelización, de la transmisión de la fe, la gran riqueza de la Iglesia, que opera por la caridad. Jamás olvidemos aquello de San Pablo: Sin la caridad no seremos «más que un metal que resuena o un platillo que aturde» (1 Cor 13,1).
Éste ha de ser fruto muy principal de este Año de la Fe. Es lo que vemos en el Papa Francisco. Es lo que dijo y marcó, también, como programa para este tercer milenio el Papa Juan Pablo II: «Éste es el ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral. El siglo y milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de modo más palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo –ahí está la fe–, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él se identifi ca»: los pobres (Cf, NMI, 49; Mt, 25).