Naturalmente, esta condición que debe exigírsele a todo inmigrante (que no tenga ánimo de perjudicar a la nación que lo recibe) no debe ser excusa para actuaciones arbitrarias, que disfracen de legítima defensa lo que no es más que una aversión irracional hacia personas, por ejemplo, de distinta raza. Pero cuando los Estados se han convertido en colonias de poderes extranjeros y sus pobladores están invadidos por sórdidas ideologías e intereses turbios (o, todavía peor, por las ideologías e intereses de sus amos), resulta muy sencillo instalar estas aversiones irracionales, fundadas en el miedo y en la ausencia de discernimiento. De este modo, podemos llegar a atribuir intenciones pacíficas a nuestros enemigos más ensañados; o, por el contrario, intenciones hostiles a quienes nos han probado su amistad. Así ocurre, por ejemplo, en España, donde por mandato de la plutocracia globalista o de las naciones extranjeras que nos mangonean se consideran naciones amigas las que muestran sin rebozo las intenciones más hostiles (y les vendemos armas y fragatas, con las que luego estas naciones abastecen a los yihadistas o desatan guerras que provocan avalanchas migratorias incontenibles). Y, mientras tanto, otras naciones que combaten el yihadismo o protegen a los cristianos que viven en su territorio, son sancionadas y estigmatizadas como enemigas, también por mandato de quienes nos mangonean. Resulta, en verdad, sobrecogedor que Occidente haya declarado su hostilidad a aquellos países islámicos que podrían ser nuestros amigos, mientras brinda su amistad a naciones criminales que, a la vez que sirven a los intereses de la plutocracia globalista, financian el yihadismo y persiguen ensañadamente a los cristianos.
Una política inmigratoria seria tiene que negarse a seguir las consignas plutocráticas. Y, a continuación, debe discernir las intenciones de las naciones extranjeras, robusteciendo con intercambios comerciales y laborales su relación bilateral con aquellas que hayan probado su intención amistosa; e imponiendo sanciones y medidas disuasorias contra aquellas otras que hayan demostrado intenciones hostiles (cuyos súbditos no deben ser en ningún caso admitidos, salvo cuando prueben fehacientemente su condición de refugiados, término que ahora se utiliza con una ligereza desquiciada). Una vez hecha esta distinción fundamental entre inmigración amistosa y hostil, Santo Tomás se refiere a tres posibles tipos de inmigrante pacífico: quien pasa por nuestra tierra en tránsito hacia otro lugar; quien viene a establecerse en ella como forastero; y quien quiere incorporarse por completo a la nación que lo recibe, «abrazando su religión» (más adelante nos referiremos a la complicación que el vacío religioso introduce en el problema inmigratorio). Para los dos primeros grupos, Santo Tomás considera que debe usarse la misericordia, siempre que asuman las obligaciones y responsabilidades que les corresponden; pero no se les debe permitir poseer la ciudadanía. Para quienes desean incorporarse plenamente a la nación que los recibe, Santo Tomás -aunque no fija taxativamente ningún criterio- se inclina por no admitirlos hasta la tercera generación, como propone Aristóteles, pues «no estando arraigados en el amor del bien común, podrían atentar contra el pueblo».
Vemos cómo Santo Tomás antepone siempre la noción de bien común, que exige un deseo no meramente instrumental de integrarse en la vida del país de acogida. Por último, Santo Tomás observa que no todos los extranjeros deben ser tratados de igual manera, sino que conviene examinar su grado de «afinidad» con la nación que los recibe. Lo que también aporta un criterio muy iluminador a la hora de determinar los límites a la hospitalidad debida a los extranjeros. (Continuará)
Publicado en ABC.
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