“Algunos convierten el error en una obligación: como se equivocan al comienzo creen que por constancia hay que continuar". Estas palabras de Baltasar Gracián, en El arte de la prudencia, aconsejan no seguir adelante con la necedad. Pero Bibiana Aído, la joven ministra de Igualdad, excusa el error en su exterior, aunque en su fuero interno lo vea. Por eso su imprudencia inicial se convierte a los ojos de todos en necedad. Hace dos semanas su pirueta semántica consistía en hablar de “los miembros y las miembras”, cometiendo un nuevo desliz venial a la hora de defenderse, porque, según Aído, “palabras como guay o fistro no tuvieron tanta dificultad para ser incorporadas al diccionario”, cuando lo cierto es que esta última realmente no aparece en él. Ahora, en su primera comparecencia en el Senado, la ministra, para referirse a la discriminación en que se encuentra, señaló que la mujer está “inferiorizada”. Pero la cosa no queda ahí. Por la tarde, ya en el Congreso, la joven Aído se mostró a favor de respetar y proteger “todas las tradiciones culturales”, pero criticó que en España “los hombres árabes y musulmanes vayan vestidos al modo occidental, mientras ellas llevan pañuelos y vestidos largos que les tapan el cuerpo”. Pero hija mía, ¿en qué quedamos? ¿Respetas o no las tradiciones culturales? El lenguaje es el elemento socializador por excelencia, y en su estilo viene a reflejarse la capacidad del hombre, el cultivo propio de su vida. Fue Goethe quien dijo que la diferencia entre un ignorante y un sabio era sustantivamente una diferencia de vocabulario. ¿A qué nivel nos quiere llevar la procacidad pública de la ministra, instalada plácidamente en una ignorancia inexpugnable? No puede haber tanta irresponsabilidad ante las ideas que uno maneja y que no creas o inventas, sino que has recibido. Da vergüenza la imagen de una nación con semejante clase dirigente. ¿Cómo va a existir organización y virtud política, si ni siquiera se sabe hablar? ¿Cómo puede el ciudadano español tener fe y entusiasmo con estas señoritas públicas ocupando cargos importantes? ¿O es que además esperan el aplauso por su falta de exigencia y esfuerzo? Yo espero que haya intransigencia, insubordinación espiritual ante la escasez de ejemplaridad en el poder público. La ministra Aído, al no reconocer un vocabulario común y sumar más errores en sus declaraciones para justificarse, al no saber lo que significa “respetar las tradiciones culturales”, contribuye al desprestigio de la función pública o de la vida política. ¿O acaso hay mayor desprestigio que la necedad de un ministro? En los siglos clásicos de Grecia la vida se organizaba en torno al efebo, pero junto a él, y como potencia compensatoria, está el hombre maduro que le educa y dirige. El joven puede triunfar sólo con la condición de servir al espíritu que el adulto representa. El joven es sólo el ejecutor de las ideas recibidas y perfeccionadas. El paradigma podría ser el viejo Sócrates y el joven Alcibíades. ¡Por favor, que alguien ayude a la ministra! Parece que vino en su auxilio la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega. Nunca es tarde. La cultura es contraria a la barbarie, a no ser que pensemos, como aseveraba Ortega, que el político es político precisamente porque es torpe. Resulta cómico notar la falta de cautela y cuidados, ver la pura disponibilidad para hablar de ciertos ministros, incapaces incluso de reconocer sus limitaciones. El advenimiento de la ignorancia al poder político es lo peor que le puede ocurrir a una nación. Ya no se trata de que haya una evidente ausencia de los mejores. Descartado el imperativo de la selección, el problema está en un formidable vacío de perfección, en una obstinada indocilidad para luchar por lo mejor. La mediocridad se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad civil. Pero no cabe ya la sorpresa ni el pasmo. Incluso muchos piensan que el vocabulario de la ministra, lejos de revelar incompetencia, es pura estrategia, un pretexto calculado para que el pueblo deje de afligirse en momentos de crisis económica y mire hacia otro lado. Sé que Aído no se angustia por una palabra más o menos; al cabo, es algo sólito en ella. Pero a mí me produce vértigo y un gran desasosiego la altura de los tiempos, esta sensación implacable de encogimiento vital, de venir a menos y decaer hasta hacerse vigente lo que Horacio había cantado: “nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz”. El que tenga oídos, que oiga. Roberto Esteban Duque, sacerdote