Cuando hace ya bastantes años leí que una universidad sueca había hecho una serie de estudios para llegar a la conclusión que lo mejor para un niño era una familia monógama y estable, no pude por menos de pensar que para ese viaje no se necesitan alforjas, lejos de pensar que en pocos años mucha gente, aparentemente seria e ilustrada, iba a demostrar su total ausencia de sentido común intentando destruir a la familia.
“Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2202). El matrimonio y la familia son ciertamente el fundamento básico de la sociedad, su célula primordial, el núcleo fundamental de la convivencia humana, el lugar privilegiado de aprendizaje de los valores morales, espirituales y religiosos, lo que permite crear el espacio adecuado donde el amor, la educación y el desarrollo integral de la persona pueden realizarse de la mejor manera posible. La familia se basa en la unión conyugal y en el amor procreador y estable del matrimonio.
La familia es un patrimonio de la humanidad, el espacio donde mejor se compenetran conyugalidad y procreación, un modelo para todas las demás formas de convivencia humana, un bien para la sociedad y una institución natural anterior a cualquier otra, incluido el Estado. En ella están los cimientos del compromiso de la entrega total, exclusiva y definitiva, que constituye la esencia del matrimonio. La familia cristiana está fundada en el sacramento del matrimonio entre un varón y una mujer, signo del amor de Dios por la humanidad y de la entrega de Cristo por su Esposa, la Iglesia.
Pero si esta es la concepción cristiana de la familia, la ideología de género cree que la maternidad subordina a la mujer, constituyéndola en un segundo sexo dependiente del varón para complacer su egoísmo. El matrimonio y la familia son dos modos de violencia permanente contra la mujer y por tanto instituciones a combatir. Si alguna mujer desea casarse y tener hijos es que ha sido seducida y engañada por los hombres y no sabe lo que es bueno para ella, siendo su decisión una opción no libre. La mujer es un ser oprimido y su liberación es central para cualquier actividad de liberación. La sexualidad, para este feminismo radical, es una relación de poder y el matrimonio es la institución de la que se ha servido el hombre para oprimir a la mujer. Todas las formas de uniones son válidas, salvo el matrimonio normal, porque en él se reproduce la lucha de clases, siendo los varones la clase opresora. Por la familia, la mujer queda con gran frecuencia relegada al ámbito improductivo de la economía doméstica. Hay que alejar a la mujer de la reproducción para que pueda integrarse en la producción. La maternidad debe ser una libre elección y se reivindica, mediante el aborto y la anticoncepción, una libertad del cuerpo semejante a la masculina. Recordemos lo dicho por la feminista española Celia Amorós: “La supresión de la familia es el objetivo fundamental a conseguir”.
Los defensores de esta teoría intentan llevar la libertad sexual al máximo. Para ellos no hay ningún criterio discriminante entre lo lícito y lo ilícito, lo normal y lo anormal, siendo, por tanto, permisibles y moralmente iguales todas las relaciones sexuales voluntarias, significando para ellos el ser responsable tan sólo el tomar precauciones contraceptivas a fin de evitar embarazos no deseados y siendo la obtención del placer el principal objetivo de la sexualidad, que cada uno puede tratar de alcanzar según le venga en gana.
La permisividad absoluta, el rechazo de toda moral que no identifique bien con placer y el naturalismo biológico son el denominador común de esta ideología, que tiene una visión físico-anatómica del sexo, como si se tratara de un fenómeno puramente biológico. En esta visión laicista y atea de la sexualidad, se quiere realizar una revolución sexual, que libere la sexualidad de todo vínculo opresor, pero solo se consigue su banalización. Es un individualismo exagerado, en que está ausente la dimensión relacional, que es parte de nosotros y que necesitamos para llegar a ser nosotros mismos. De este modo, la vida sexual se vacía de su carga de humanidad y se convierte en un simple objeto de consumo o juego, en el cual cada uno disfruta de su propio cuerpo y del cuerpo del otro, sin necesidad de entrar en una relación seria.