Algunos lectores de mi artículo anterior sobre el proselitismo, se tomaron la molestia, que agradezco, de añadir sus comentarios a mi texto. De todos ellos me detengo en el que aporta la definición del término dada por el Diccionario de María Moliner, según el cual proselitismo es “el celo fanático o intolerante por hacer prosélitos”. Probablemente el Papa Francisco, cuando se refirió semanas atrás al tema que nos ocupa, se refirió a este modo de intentar hacer nuevos adeptos que acaso pueda emplear alguna asociación apostólica de nuestra Iglesia. En tal caso, nada pues que objetar.
Sin embargo, estoy ahora terminando de leer un pequeño libro que recomiendo, editado por Sígueme bajo el título de “La primera evangelización”, obra del sacerdote operario diocesano, Santiago Guijarro, catedrático de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, que introduce ciertos matices o perspectivas distintas respecto al proselitismo, al menos de los primeros evangelizadores, empezando por los Once y el propio San Pablo.
Así, cuando explica “el impulso del primer envío”, dice en la pág. 68: “...en el envío postpascual [Jesús] les confía la misión de ‘hacer discípulos (o sea, prosélitos), bautizándolos... y enseñándoles” (Mt, 28, 19-20). Más adelante (pág. 73), basándose en el estudio de Martín Goodman sobre “el proselitismo en la historia religiosa del Imperio romano”, Guijarro escribe: “Al igual que todos los grupos religiosos, el judaísmo tenía interés en ganar adeptos, pero –como afirma Goodman- ‘ningún judío habría considerado deseable en el siglo I buscar prosélitos con un entusiasmo semejante a los apóstoles cristianos”.
En la página 116 dice: “El testimonio sobre Jesús dejó de ser un asunto intrajudío para convertirse en una propuesta universal. Ahora bien, el proselitismo universal de la primera misión cristiana... era algo desconocido en el mundo antiguo y constituye uno de los rasgos de la nueva misión”. Martín Goodman, en el estudio antes mencionado, distingue cuatro formas de influir en “los de fuera”, la cuarta de ellas habla expresamente de la misión proselitista.
Antes de la expulsión de los judíos de Roma por el emperador Claudio (año 49) debido a sus reyertas entre seguidores de Cristo y sus oponentes, “lo más probable –en opinión de Guijarro- es que, al principio, estos judíos que habían abrazado la fe en Jesús siguieran vinculados a su sinagoga, compartiendo allí con judíos y prosélitos la buena noticia que había conocido en Jerusalén”.
Hay alguna referencia más en este libro al proselitismo de los primeros evangelizadores, pero como muestra basto lo dicho, de donde se deduce que, al menos en los primeros tiempos, la actividad proselitista de aquellos misioneros no merece el rechazo de nuestra época, de ahí que podamos concluir que no todo género de proselitismo es condenable, sino que habría un proselitismo bueno y otro malo. Pero, ¿cuál es este último? O afinando más la pregunta para saber todos a qué atenernos: “¿cuál es la ‘nueva realidad’ –término a mi juicio bastante gaseoso y cursilón- o acción apostólica que se está pasando de rosca? Porque eso de jugar a las adivinanzas, o de tirar la piedra y esconder la mano, no me parece lo más acertado para orientar los pasos de la tropa de a pie, en la que desde luego me incluyo.