Estamos pasando momentos muy difíciles, de grandes sufrimientos, envueltos en la oscuridad y la niebla de la pandemia del Covid-19 y sus consecuencias que nos sumen en una gran tristeza y llanto, desconcierto y desolación. Lo peor, evidentemente, los miles de muertos sobrevenidos de esta enfermedad, y muchos más miles y miles de afectados por el ella, y el miedo y pavor que nos están creando; los desastres sociales, la destrucción de la economía, una verdadera ruina, cuyas consecuencias, inimaginables ahora, veremos en un futuro no tardío, de la que las principales víctimas van a ser los de siempre: los pobres y los descartados, los vulnerables, los ancianos que ya lo están siendo, las familias que ya no podrán ayudar como lo han hecho tan bien en anteriores crisis, pero que ahora no podrán hacerlo, muchas familias destrozadas, pequeñas empresas en quiebra...
Todo nos habla de ruina, de desplome y desmoronamiento de una sociedad que se asentaba en criterios falsos y contrarios a la verdad, y que reclama un cambio urgente y sin dilaciones, un viraje profundo y firme. Vivimos una crisis muy honda de la Humanidad, cuyo origen no podemos separar del silencio y ausencia de Dios de nuestra cultura, del paganismo reinante, del laicismo imperante, de deterioro moral evidente, de la autosuficiencia y de la mentira.
Vivimos momentos cruciales. Son muchas las realidades, grandes las necesidades, no solo económicas, también políticas y sociales, pero sobre todo humanas que reclaman la solicitud atenta de la sociedad mundial, de los Estados, de España, también, y sobre todo, de la Iglesia, llamada a ser testigo de la fe, de Dios y de su amor, signo y anticipo de vida eterna. Ancianos, jóvenes y niños van a ser o están siendo ya los más dañados, aunque están siendo un ejemplo para todos y están mostrando una capacidad de resistencia y sacrificio que tal vez no esperábamos de ellos por su edad. Amigos, muy amigos, familiares queridos, han fallecido, sin poderlos acompañar, y sin poder despedirnos. Personas de fe verdadera y enraizada que no pueden comulgar ni siquiera en Pascua, y te dicen con el corazón roto, desde lo más hondo de sus almas, con autenticidad, como los mártires: «Sin la Eucaristía, no podemos; no podemos vivir», y menos hoy, no les basta vivir la comunión espiritual, anhelan recibir al Señor en persona, su Cuerpo real ¡Qué dolor y qué tristeza tan grandes!
Andaba yo enfrascado en estos pensamientos, en el día en que comenzaba la Semana Santa, Domingo de Ramos por la tarde, cuando inesperadamente en aquellos momentos recibo una llamada de una persona amiga, joven y muy formada, muy competente, seglar, arquitecto, que ejerce su docencia en diversas universidades extranjeras, con varios premios internacionales en su currículo. Le comuniqué en qué pensamientos andaba en esos momentos y le manifesté mi tristeza y mi dolor; habían muerto, además de un primo hermano mío, Gonzalo, otra dos personas entrañables: uno judío, Sady Cohen, hombre de fe donde los haya, y el otro, musulmán, Riay Tatary, presidente de la Comisión Islámica Española, hondamente creyente, un verdadero hermano; y un tercero, Francisco Hernando, El Pocero, mi «hermano» Paco, como él me distinguía en su gran bonhomía, un «hermano» con aquella bondad y aquellos sentimientos y obras tan nobles en favor de los demás, singularmente de los pobres; también había sufrido el gran dolor por la muerte de dos hermanos sacerdotes, mi queridísimo amigo, condiscípulo y paisano, Miguel Díaz Valle, vicario episcopal de mi equipo de gobierno diocesano, y mi no menos amigo y entrañable colaborador en la curia diocesana, José Bellvís Cerdá.
Andaba sí, triste y lloroso. La persona que me llamó la tarde de Domingo de Ramos por teléfono me hizo volver a lo esencial y me dijo más o menos: «Don Antonio, usted no puede andar en esa tristeza, mire su vida pasada y su presente, y vea cómo le ama Dios, cómo anda envuelto en un amor que Dios le da y le desborda: ¡mire la cruz!, ahí está todo el amor, que vence y supera toda tristeza y consuela; recuerde lo que dijo Jesús, el único, y lo único que importa: ''Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, desolados, y yo os aliviaré''».
¡Qué lección tan grande recibí de una persona seglar, cierto que de una gran fe y testigo ejemplar, en el mundo, de Jesús! La verdad es que me hizo entrar y me ayudó a vivir el misterio de la Semana Santa: el misterio del amor de Dios, de la pasión y de la cruz, a pedir perdón a Dios y centrarme mucho más en Él. Así la he vivido esta Semana Santa, única y distinta: con fe, con esperanza, gozando de un amor tan grande como el de la Cruz de Cristo y de la Eucaristía, que Él nos dejó y de la que me hizo su indigno ministro.
Y para colmo, hoy mismo, lunes de Pascua, cuando escribo estas reflexiones, recibo la amarga y dura noticia de la muerte de otros tres amigos: Juan Cotino, Landelino Lavilla, y Alberto Elzaburu, Marqués de la Esperanza. Don Alberto era un hombre encantador que hacía honor al nombre del marquesado que poseía, el de la «Esperanza»; Don Landelino Lavilla, cuya grandeza de hombre y de hombre de Estado me hizo apreciar Don Adolfo Suárez, el jamás olvidado y siempre presente; y Don Juan Cotino, a quien tantísimo he querido, tantísimo me ha ayudado con su sabiduría cristiana y con quien tan unido he estado y me he sentido, un mártir de la fe, y que como tal ha muerto víctima de la persecución desatada contra su persona por ser, en el fondo, un hombre de Iglesia, una víctima de ese mundo tan viscoso de tramas políticas tan oscuras e injustas, cebadas en Valencia, un hombre comprometido con la política desde joven por su fe y desde ella, no a pesar de ella, un hombre que nos deja un gran vacío en el urgente campo de la acción política y social conforme a las enseñanzas sociales de la Iglesia que con tanto afán como sabiduría enseñó y propagó, un apóstol incansable para tiempos nuevos, un hombre bueno de verdad a quien Dios me concedió conocer y tratar como era, en su interior, y no como decían de él sin conocerlo bien algunos políticos y periodistas: ha muerto el lunes de Pascua, Dios lo ha librado de una presunta condena por algo injusto que se pretendía contra él y Dios se lo ha llevado antes con Él; ¡qué bueno, misericordioso y compasivo es Dios!
Un día para mí muy amargo, triste y doloroso, de desolación pero también, debo decirlo, de una gran esperanza, una grandísima esperanza y un gran consuelo que nada ni nadie me puede arrebatar, ni borrar, y que me da la fe que de la Iglesia he recibido: ¡Lo más grande bello y hermoso, que tengo! ¡¡Feliz Pascua de Resurrección!!
Publicado en La Razón el 15 de abril de 2020.