Si digo que la sociedad española está sufriendo un fuerte ataque secularista, no expreso nada que no sepa ya todo el mundo, o debería saberlo, porque parece que hay personas que no se han enterado o no quieren enterarse. Pero acaso se tenga menos conciencia de las consecuencias sociales que ocasiona el laicismo. En primer término debemos preguntarnos, ¿qué es en realidad el laicismo o secularismo? En pocas palabras podemos decir que es aquella ideología ateísta que pretende sustraer del corazón de los hombres cualquier creencia en un Dios creador y redentor, muy en concreto el Dios de los cristianos, su gran enemigo a batir, y, por tanto, desvanecer toda esperanza en un más allá trascendente. Su "filosofía" vulgarizada la resume perfectamente el título delator de un programa de radio de una famosa emisora laicista, que dice así: "A vivir, que son dos días". Entonces, ¿qué se puede esperar de las personas que se dejan influir por esta clase de mensajes tan repetidos desde numerosas instancias de comunicación y de poder, empezando por la misma escuela pública? Nada es trascendente, nada va más allá de nuestra propia existencia, nada tiene valor permanente, sino que todo es finito, limitado, o sea, que todo es relativo, todo..., menos el dogma indiscutible de que "todo es relativo", como explica en sus escritos el sacerdote y profesor burgalés, don Manuel Guerra, autor, también, de otra frase feliz, según la cual los laicistas pretenden recluir la religión en estado de "arresto domiciliario", encerrada en las sacristías, en la intimidad de los pocos creyentes que vayan quedando, sin ninguna manifestación pública ni actividad social, aunque sea de amor al pójimo. Por consiguiente, si las personas carecen de principios y creencias trascendentes, sino que el mundo entero gira en torno a sus intereses egoístas y goces individuales, ¿qué razones válidas pueden tener para pensar en los demás, en ese prójimo que los cristianos tenemos por hermano? Piensan en los demás, en alguno de los demás, en la medida que les beneficia o satisface el egoísmo hedonista, pero si molesta, estorba o deja de complacer, se le da la espalda o, incluso, lo convierten en enemigo personal. Lo vemos a diario en la plaga de los divorcios o en los crímenes pasionales que es el pan nuestro de cada día. Durante años tuve la oportunidad de observar de cerca el comportamiento de jovenzuelos víctimas de la LOGSE. Mi señora regentaba un camping en la ciudad de Ávila, hoy devorado por la expansión urbana de la capital abulense, al que solían acudir parejitas y pequeños grupos a pasar los fines de semana o algunos días de vacaciones. Por cierto, una campista que vino alguna vez, siquiera una que yo recuerde porque le hice la ficha de entrada y se inscribió con su nombre, fue la hija de Felipe González, María, una muchacha muy modosita, acompañada de otro jovencito como ella, que, dicho sea de paso, no nos dieron ningún problema, sino todo lo contrario. En cambio, la mayoría de pandillas y parejas de su edad, se portaban como salvajes, hablaban a voz en grito, se insultaban continuamente unos a otros y empleaban un lenguaje tan soez que ni en los prostíbulos. Doy mi palabra de honor que no exagero. Si les llamábamos al orden, porque teníamos que hacerlo requeridos por los otros acampados, respondía airados que habían venido al camping "a pasarlo bien", a disfrutar, permitiéndose toda clase de licencias y desahogos. Esta es la juventud, la ciudadanía que "fabrica" el laicismo imperante, la escuela laica y a veces la menos laica, la misma del botellón, el porro, la promiscuidad y las relaciones sexuales precoces o contra natura. Luego vienen las consecuencias no deseadas y el recurso criminal al aborto. ¿Por qué va a ser de otro modo? Si se ha prescindido de lo fundamental, ¿qué motivos tienen para respetar a nadie que no sea uno mismo? No lo dudemos: el secularismo deshumaniza a los hombres, los amoraliza, en cierto modo los bestializa, los induce a comportarse como animalitos, sin otro límite y control que sus propios instintos y deseos más primarios. Libertinaje a escape libre. Vicente Alejandro Guillamón