La postura de la Asociación de Víctimas del terrorismo de pedir que los culpables de crímenes de terrorismo cumplan sus penas íntegramente hay gente que cree está inspirada en “una sed de venganza” y “en el principio nada cristiano del ojo por ojo y diente por diente”. Hay incluso víctimas del terrorismo, me añade quien me escribe, que “tenían y tienen sentimientos mucho más humanos y cristianos hacia sus asesinos, y buscan la reconciliación y la superación de las tensiones provocadas por el terrorismo en el País Vasco. Aquí, en el País Vasco, intentamos pasar página de todas esas historias. Por favor, ayúdenos a conseguirlo, y no nos echen más leña al fuego. Y mucho menos ustedes, sacerdotes del que murió perdonando a sus enemigos en una cruz”.
Como he hablado repetidamente de cuál es mi postura frente al problema terrorista, hoy voy a hablar del perdón de Dios, que mi interlocutor da por supuesto. Y sin embargo ese perdón, nos enseña la Iglesia, no es ni mucho menos automático. Para que a uno se le perdonen los pecados en el sacramento de la penitencia se necesitan “el examen de conciencia, la contrición o arrepentimiento, el propósito de enmienda, la confesión y la penitencia” (YouCat nº 432), así como la absolución del sacerdote. En todo caso sin arrepentimiento está claro que no hay perdón de los pecados. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “el movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la esperanza en la misericordia divina” (nº 1490).
En el Evangelio Jesús reza por los que le están crucificando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Pero en el episodio de los dos ladrones (Lc 23, 39-43), Jesús promete el paraíso al buen ladrón, pero no al otro, y encontramos varios textos en el Nuevo Testamento en que se nos advierte muy en serio sobre la posibilidad de una condenación eterna: “De Dios nadie se burla. Lo que uno siembre, eso cosechará” (Gálatas 6,7); “Os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete” (Lucas 14,24) e “Id malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer…” (Mateo 25,41-42), frase que por supuesto vale con más motivo para aquéllos que asesinan a inocentes.
“1035. La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno”… “La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira”.
Está claro, por tanto, que el infierno existe. Por supuesto en el asunto de nuestra salvación, Dios no es un juez neutro o no interesado. Alguien que se ha hecho hombre por mí, con la intención de, a través de su Pasión, Muerte y Resurrección, conducirnos a la felicidad eterna, a hacernos partícipes del amor con que las tres Personas de la Santísima Trinidad se aman entre sí, no puede ser un juez frío e imparcial, sino que barrerá a nuestro favor, si le damos la más mínima oportunidad para hacerlo. Pero tenemos que darle esa oportunidad, porque Dios quiere nuestro amor, pero nos pide que se lo demos libremente, y si no se lo damos, nos respeta tanto que no nos salvará contra nuestra voluntad.
“Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión”(Catecismo nº 1036).
El entonces cardenal Bergoglio tiene en el libro “El Papa Francisco” unas hermosas reflexiones sobre el perdón. Dice: “Es muy difícil perdonar sin una referencia a Dios, porque la capacidad de perdonar solamente se tiene cuando uno cuenta con la experiencia de haber sido perdonado. Y, generalmente, esa experiencia la tenemos con Dios. Es cierto que, a veces, se da humanamente”.
“En la homilía de una celebración del Corpus afirmé que hay que bendecir el pasado con el arrepentimiento, el perdón y la reparación. El perdón tiene que ir unido a las otras dos actitudes. Si alguien me hizo algo tengo que perdonarlo, pero el perdón le llega al otro cuando se arrepiente y repara. Uno no puede decir: “te perdono y aquí no pasó nada”. ¿Qué hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros, la cárcel. Entendámonos: no estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparación que la sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia vigente”.
“Tengo que estar dispuesto a otorgar el perdón y sólo se hace efectivo cuando el destinatario lo puede recibir. Y lo puede recibir, cuando está arrepentido y quiere reparar lo que hizo. De lo contrario, el perdonado queda, dicho en términos futbolísticos, fuera de juego. Una cosa es dar el perdón y otra es tener la capacidad de recibirlo”. “En otras palabras, para recibir el perdón hay que estar preparado”.
Me horroriza el pensamiento que alguien pueda ser condenado eternamente. Por eso mismo, cuando veo a esos etarras que se han burlado de la justicia humana, pero no lo van a hacer con la justicia divina, procuro rezar más por la conversión de los pecadores.