En múltiples ocasiones, oralmente y por escrito, me he referido al gran tema de la educación. Lo hago de nuevo ante la muy cercana aprobación de una nueva Ley Orgánica sobre la materia, la LOMCE.
Son muchas ya, probablemente excesivas, las leyes orgánicas de educación aprobadas en el tiempo de la democracia con este tejer y destejer de los gobiernos de turno: lo cual hace pensar o que no se sabe bien qué es lo que hay que hacer o que hay intereses ajenos a la educación en sí misma, no extraños a las opciones políticas partidistas. Sin duda, se trata de una de las cuestiones más principales de las que podemos y debemos ocuparnos. En ella, en la educación, se juega el ser o no ser del hombre, su identidad, su desarrollo y su futuro personal, el desarrollo y el futuro de la sociedad, inseparable del bien y del desarrollo integral de la persona humana y fundamento en el mismo. La realidad educativa, desde el principio de la democracia se ha transformado de manera sustancial en España.
Podemos congratularnos de que el derecho fundamental y universal a la educación está cumplido en los niveles de enseñanza obligatoria y son muy elevadas las tasas de escolarización en la enseñanza no obligatoria, se ha dado, qué duda cabe, un impulso notable a la enseñanza, como corresponde a un país desarrollado.
El problema hoy de la enseñanza, entre nosotros, no es ya el de la escolarización, es decir, el que todos los niños tengan un pupitre y un aula. Hoy, sobre todo, los problemas y desafíos son otros, muy fundamentales, a los que es preciso darles respuestas positivas e inaplazables. Personalmente pienso que el reto primero y principal es la orientación que demanda la enseñanza; esto es: educar a la persona, hacer posible el desarrollo pleno e integral de la personalidad humana, enseñar y aprender a ser hombre cabal. Esto es, por lo demás, lo que demanda nuestra Constitución (art. 27) y lo que constituye el principal desafío del sistema educativo: el desafío o reto de que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más, ser él mismo en su mismidad personal, y no sólo que pueda hacer, tener más, producir más, o integrarse como pieza bien ajustada en el engranaje de la sociedad y a su servicio.
La educación y cualquier sistema educativo que se cree u organice han de estar al servicio de la persona. La persona, en todas sus dimensiones, el desarrollo integral de la persona es el fin y objetivo final y primario, meta de la educación, y, por tanto, de la escuela. Cuando no se pone en primer término la persona, cuando no se piensa en la persona de los chicos por sí misma y directamente o no se busca primariamente su bien integral en todas sus dimensiones –hablo de la enseñanza obligatoria– o se la pone al servicios de otros intereses, o se la sitúa en el sistema educativo en función de otros o de otras cosas –incluso de la sociedad– se difi culta la educación integral e incluso se la daña o perjudica, como se daña y perjudica la persona en su desarrollo. Por ello, me preocuparía sobremanera que la escuela fuese puesta o vista, ante todo, en función y en clave de formar o capacitar a los alumnos para la sociedad y al servicio de sus intereses, por muy nobles e importantes que éstos sean, o que la escuela fuese entendida como la institución de la sociedad para aprender a hacer o a emprender. Hemos de ser sinceros y reconocer que gran parte de los sistemas educativos actuales –no hablo ahora sólo de España, aunque es normal que me refiera principalmente a ella– han fracasado; no parecen responder, no responden, a la demanda o reto y exigencia fundamental de la educación. El fracaso ha venido, a mi parecer, no tanto por los aspectos organizativos y estructurales, en los que sin duda también podrían caber mejoramientos de relieve, y ni siquiera, con ser muy importante e insoslayable, por el nivel alcanzado en conocimientos y destrezas, cuanto por los mismos objetivos, metas, contenidos y pedagogía de la enseñanza; es decir, por la concepción educativa y por la antropología que la sustenta, por la visión del hombre que se tiene y por la concepción de educación y escuela al servicio de tal visión antropológica; sin olvidar la gran cuestión que, en España, tuvo un momento álgido en el debate dentro de la Comisión Constitucional, sobre quién educa, a quién le corresponde el derecho y deber primario de la educación –a los padres o al Estado–, el papel súbsidiario del Estado en la educación, etc.
Cuando hago estas reflexiones no puedo dejar de tener delante y en cuenta el artículo 27 de la Constitución Española sobre el derecho a la educación, que es tan claro y clarificador, diáfano y luminoso, diría, para ajustar a él y desarrollar fielmente lo que en él se contiene y demanda en cualquier reforma o puesta en marcha de un nuevo sistema educativo que se pretenda o lleve a cabo. A veces, no sé por qué, olvidamos o ignoramos lo que dice la Constitución en puntos muy neurálgicos, por ejemplo como en éste de la educación: y así nos va. Dejo aquí mi reflexión para continuarla en otro artículo la semana próxima, no sin antes de finalizar, manifestar mi gran preocupación ante la LOMCE, que, innegablemente, tiene notables aciertos y contribuirá, sin duda, a un desarrollo de la sociedad; pero temo, que, por no abordar cuestiones principalísimas para la educación o por considerarlas ideológicas, pueda ser una ocasión perdida para enderezar lo que hay necesariamente que enderezar.
No le niego ninguna bondad al proyecto de Ley –que los tiene y son importantes, insisto–, pero el texto que se conoce va por otros caminos –ojalá que me equivoque y que los hechos me rectifiquen–, que no nos conducirán a la meta que el sistema educativo requiere y que tan claramente apuntaba dicho artículo 27, que es, ni más ni menos, la formación integral de la persona humana en todas sus dimensiones.
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