Hablamos la semana anterior de la cultura occidental y de la necesidad de que los cristianos no ocultemos nuestra condición de tales. Una actitud básica es no aceptar como un déficit inevitable de nuestro mundo la falta de amor. Esa aceptación es algo muy repetido en la historia de la humanidad. No caigamos en esa tentación. No es inevitable la falta de amor. Porque en el hondón el alma está anclado el deseo de amar y de ser amado. Y fundamentalmente de amar a Dios y de sabernos amados de Dios. Ello nos impulsa indefectiblemente a que otros, que nos rodean, vivan y mueran con ese profundo sentido de lo divino. Se ha dicho de los justos que mueren como muere la claridad del día, cuando llega la noche, marchando a brillar a otra región. Buena definición de toda muerte cristiana. Los hijos de Dios mueren para brillar en otra región. Hablando de la posible carencia de amor en el mundo, el gran católico y filósofo español Julián Marías recuerda que san Juan dice que Dios es Amor. Partiendo de ahí, dice repetidamente en sus obras que el hombre es una criatura amorosa porque está hecha a imagen de Dios. De ahí su necesidad de amar y ser amado. Y añade: «Creo que la infidelidad radical al cristianismo es no verse como criatura amorosa». Y recuerda la expresión máxima de desamor y de insolidaridad radical -así lo expresa- en aquella respuesta del comendador a don Juan en el célebre drama de Zorrilla. Le pregunta el comendador: «¿Y qué tengo yo, don Juan, con tu salvación que ver?». No es una actitud cristiana. «Tenemos que ver» con la comunión de los santos y transmitir a otros el amor a Dios, a aquellos que tenemos cerca. Quien dice que Dios ha muerto -dice un himno litúrgico- que salga a la luz y vea si el mundo es o no tarea de un Dios que sigue despierto. Decid, si preguntan dónde, que Dios está en donde un hombre trabaja y un corazón le responde.