El mayor error que pudo cometer el Gobierno de Calles fue creer que la Iglesia en México estaba compuesta por beatas, ancianos y niños. Los asesores del Presidente mexicano le convencieron de la debilidad del cuerpo eclesial y de la falta de reacción del pueblo si forzaba a suspender el culto, logrando que los católicos se quedaran sin Eucaristía y sacramentos, y con los templos e iglesias cerrados a cal y canto. ¡Qué gran metedura de pata! El mexicano de a pie se revolvió contra la enésima cacicada del poder y adoptó rápidamente el grito de “¡Viva Cristo Rey!” como santo y seña de un malestar que tocaba a lo más íntimo de su ser. De forma espontánea, los tenderos colocan a la entrada de sus establecimientos carteles con el rótulo de ¡Viva Cristo Rey!, en claro desafío hacia el poder, y muchas familias hacen lo propio en sus balcones… El ambiente se caldea y los asesinatos selectivos llaman a la puerta. A un anciano de la ciudad de Puebla le vuelan la cabeza por el grave delito de poner a la entrada de su tienda el citado lema “subversivo”. En Chachihuites, al párroco y a otros tres seglares les dan el paseo reglamentario. Muchos campesinos intuyen lo que se avecina y comienzan a recolectar hachas, machetes y viejas escopetas para alzarse en armas contra un ejército de 80.000 hombres, perfectamente jerarquizado y con abundante munición. Una locura. Entre agosto y diciembre de 1926 se producirán 64 alzamientos armados, sin conexión alguna entre ellos; todo espontáneo. Poco a poco se crea un movimiento cristero algo más organizado que llegará a contar con 30.000 hombres. Sin dinero ni armas, los campesinos cristeros, con una estrategia de guerra de guerrillas, van arrinconando al ejército de Calles y se hacen fuertes en buena parte del país. La Iglesia ante el alzamiento armado Pero, ¿y qué posición adopta la Iglesia ante alzamiento armado de estos católicos campesinos? El episcopado mexicano declara de forma unánime que “el movimiento cristero es lícito, laudable, meritorio y de legítima defensa armada”. Los obispos dejan claro que no tienen nada que ver con el alzamiento armado, pero, a su vez, manifiestan que “hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos”. El movimiento cristero se consolida y a mediados de 1928 alcanza la cifra de 25.000 hombres medianamente armados. “No podían ser vencidos –escribirá el historiador Meyer-, lo cual constituía una gran victoria; pero el Gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer”. El mismo parecer tiene el sacerdote e historiador navarro José María Iraburu: “A mediados de 1929 se veía claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el Gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia…”. Ante esta situación se abre un debate en el episcopado mexicano sobre la licitud o no de seguir amparando moralmente al movimiento cristero. Los obispos ya habían considerado que la rebelión armada de los campesinos era lícita al “haber respondido a una causa grave y haberse agotado todos los medios pacíficos”. Sin embargo, una parte sustancial de los prelados consideran que la doctrina tradicional de la Iglesia señala también que la rebelión armada, transcurridos ya tres años de guerra, no podía considerarse aceptable “si la violencia empleada produce males mayores que los que se pretenden remediar, y que el alzamiento armado no tuviera probabilidades de éxito”. Los “arreglos” entre la Iglesia y el Gobierno Así las cosas, la Santa Sede decide intervenir señalando que “los obispos deben abstenerse de apoyar la acción armada de los cristeros y permanecer fuera de todo partido político”. A continuación, nombra a una comisión para que negocie con el Gobierno el fin de la guerra. Encabezada por monseñor Ruiz y Flores, estaba compuesta por el obispo Díaz y Barreto, probablemente el único obispo mexicano que había mostrado un decidido empeño en pactar con el Gobierno. Como asesores se encontraban el sacerdote estadounidense Parsons y el padre jesuita Walsh. Para sorpresa de todos, la comisión eclesial encargada de negociar, contraviniendo las instrucciones dadas por el Vaticano, prescinde de la opinión y consejo del episcopado mexicano, así como de los líderes cristeros. Resultado: los representantes de la Iglesia llegan a un acuerdo con el Gobierno para poner fin a la guerra cristera, sin lograr que los políticos derogaran las leyes vigentes que habían provocado el alzamiento armado, y sin obtener garantías escritas para salvaguardar la vida de los cristeros. ¿Qué logró la Iglesia a cambio? Poco, muy poco. Tan sólo “arrancó” de los gobernantes unas vagas palabras de conciliación y buena amistad, y que se aplicarán las leyes vigentes “sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno”. Muchos se preguntaron, ¿para eso han muerto 30.000 cristeros? Nueva represión gubernamental El jefe supremo de los cristeros, el general Jesús Degollado Guízar, como fiel hijo de la Iglesia, obedeció las instrucciones de los prelados y mandó desarbolar el movimiento armado, licenciando a sus tropas con un último discurso: “La Guardia Nacional (cristeros) desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡Ave, Cristo! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos: Rey de nuestra Patria. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! Dios, Patria y Libertad”. Eran palabras premonitorias. A los pocos días se iniciaba la represión contra los cristeros. En unos meses 1.500 serían asesinados fríamente, de los cuáles 500 ostentaban el rango de teniente al de general. Murieron más líderes cristeros tras la firma de los famosos “arreglos” que en los combates. “Nos engañaron”, declarará con amargura el obispo Díaz años más tarde. Y monseñor Ruiz y Flores, firmante del acuerdo, “lloró de verdad cuando se vio burlado, cuando miró el fracaso de aquellos Arreglos”, cuenta el padre Ochoa. “Yo mismo he visto llorar al Papa Pío XI –escribirá el cardenal Boggiani- cuando trata el asunto de los arreglos en México”. El movimiento cristero llega a su fin. Se cerraba así una de las páginas más gloriosas e idealistas del siglo pasado. Miles de hombres, unidos a sus familias, con mucho que perder y poco que ganar, se habían alzado en armas contra un régimen totalitario para defender su fe cristiana, conscientes de que hacían la voluntad de Dios. Habían desafiado la muerte, la persecución y la pobreza por un ideal. ¿Valió la pena? El México de hoy, sobre todo a nivel eclesial y político, no se puede entender sin el alzamiento de los cristeros.