Si soy católico y acepto la doctrina de la Iglesia, ¿no renuncio por ello a mi libertad? Acepto plenamente la frase del evangelio: “la verdad os hará libres”(Jn 8,32). El buscar la verdad no es servidumbre ni esclavitud, sino camino de libertad. Ahora bien para un católico la verdad está en Jesucristo “camino, verdad y vida” (Jn 14,6), y en la Iglesia Católica, fundada por Él y a la que prometió: “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”(Mt 28,20). Esta presencia permanente de Cristo hace a su Iglesia infalible, infalibilidad que se extiende a todo lo que abarca el depósito de la Revelación divina, depósito que por voluntad de Cristo es custodiado y expresado con fidelidad por el Magisterio supremo de la Iglesia. Por ello no basta intentar entenderse directamente con Dios, puesto que lo que Dios quiere es “santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo” (Concilio Vaticano II. Lumen Gentium nº 9). Ese pueblo de Dios es la Iglesia. Jesús, su Fundador, se sirve de ella para enseñarnos el camino de la salvación y para que no caigamos en la aberración del relativismo moral, como sucedería fácilmente si actuásemos sin puntos de referencia. Ello no significa que la Iglesia no se equivoque nunca. Con la excepción de estas verdades contenidas en la Revelación y que hallamos fundamentalmente en el Credo y pocas más, como la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, o las declaraciones dogmáticas, como la Asunción de la Virgen, que corresponden al magisterio extraordinario y universal, en las que si hubiese error, fallaría la promesa de Cristo de estar con su Iglesia hasta el fin de los tiempos, en otras declaraciones puede la Iglesia equivocarse. La actitud del creyente hacia el magisterio ordinario, con el que se iluminan a la luz de la fe los problemas de la vida ordinaria, desde los estrictamente religiosos, hasta los que tienen implicaciones de todo género, como los referentes a la defensa de la dignidad y derechos humanos, la protección de la familia y de la vida, la justicia social, el terrorismo y un largo etcétera que comprende todos los asuntos en los que podemos estar envueltos, es semejante a la de un paciente que va a visitar a una notabilidad médica: sabe que puede y debe fiarse de ella, aunque pueda equivocarse, pues es lógico confiar en quien, sin olvidar la ayuda de la gracia del Espíritu Santo, tiene más sabiduría y experiencia que yo, por lo que lo normal es obedecer a la Iglesia, salvo que lleguemos a la convicción de su error en algún caso concreto. Está claro que el Magisterio de la Iglesia, que se encuentra sobre todo en sus documentos, como pueden ser los Concilios, las encíclicas y los catecismos, que ciertamente nos iluminan en tantos problemas concretos, necesita para su aceptación la fe. Recordemos también que la Iglesia es madre y tiene sentido común, lo que supone una unión cordial con ella. Pero esta aceptación del Magisterio no supone renunciar a buscar la verdad, sino todo lo contrario, pues lo mismo que en cualquier ciencia el científico sabe que no es preciso volver a inventar o descubrir todo, en lo religioso la aceptación racional del Magisterio nos ayuda a avanzar más rápidamente en el conocimiento de la verdad, y ello tiene como recompensa ideas más claras y que sea más difícil engañarnos. Y comprobaremos así que allí donde hemos actuado de determinada manera porque nos lo decía el magisterio eclesiástico, es difícil que con el paso del tiempo pensemos que nos hemos equivocado. Pedro Trevijano Etcheverría