Estamos en vísperas de la festividad de Todos los Santos, esto es, la conmemoración del infinito número de santos anónimos que deben de poblar las incontables estancias de la Casa del Padre. Y asociada a ella, el Día de los Fieles Difuntos. Fechas de visita obligada a los cementerios y honrar a los deudos con ramos de flores y macetas de plantas ornamentales. Por ello parecen fiestas tristes y recordatorio de ausencias dolorosos, cuando en realidad deberían ser días en los que se renueve la gran esperanza de reencontrarnos, cuando Dios disponga, con las personas a las que estuvimos estrechamente unidos durante toda nuestra vida: padres, consortes, hermanos, quizá hijos, amigos, etc., personas que de uno u otro modo completaron nuestra existencia personal.
Hay gentes a las que da repelús los cementerios, los entierros, los difuntos, pensar incluso en la muerte o en el más allá, cuando se trata de un trance por el que, tarde o temprano, hemos de pasar todos. Yo me acostumbré temprano a mirar de cerca a lo inevitable, siendo monaguillo, allá en mi pueblo, cuando acompañaba al cura a administrar la extremaunción, como se decía entonces, a un moribundo, y asistía a los entierros, con los demás monaguillos, revestidos con sotana negra y roquete blanco. Ahora voy como poco una vez a la semana a visitar la tumba de mi esposa, regar las jardineras, cuidar las plantas y limpiar los mármoles. Nada de todo ello me da aprehensión; al contrario, me esponja el alma, me reconforta el espíritu y refuerza mi esperanza. Hablo con ella, aunque eso lo hago a todas horas en mi casa, sobre todo cuando rezamos “juntos” el rosario, o participamos en la misa cogidos con disimulo del bracete, como hacíamos en vida de ella. Aparte de pedirle a diario que vele por mí, por nuestros hijos y nuestros nietos, según hacíamos antes, que tenga un poco de paciencia y me espere hasta que se cumpla el plazo de Dios, y podamos estar “por fin otra vez juntos y para siempre”, como tengo dicho a mis hijos que debe figurar en el epitafio de la que será nuestra tumba compartida.
Por lo tanto, cómo no va a parecerme una fiesta de gran esperanza la de Todos los Santos, si es una conmemoración de la infinita misericordia divina, que nos perdona y acoge. El reconocimiento de que Dios nos quiere, nos ama más allá de todo límite, según se manifiesta de manera expresiva en el número incalculable de bienaventurados que recordamos en este día.
Sin embargo, ¿qué esperan los que no esperan nada, los increyentes, los “dejados de la mano de Dios? Debe ser terrible no tener fe ni esperanza, no esperar nada cuando terminen los días de penar en esta vida. Porque venimos a este mundo a sufrir, solos o en compañía. Todo el mundo quiere ser feliz, es una aspiración universal del ser humano, pero sólo los más afortunados logran evadirse a tramos, normalmente en un entorno familiar afectivo o religioso, de nuestra penosa condición. La vida terrenal, después de todo fugaz, es una existencia mayormente penitente, purgante (el purgatorio está aquí), luego ha de existir un más allá donde nos sea permitido alcanzar la plenitud de la vida personal, que sólo puede ser realmente plena y feliz con la visión beatífica del Dios asimismo pleno y gozoso. En otro caso la humanidad, el hombre, sería la expresión genuina del fracaso total, de la frustración absoluta, porque todo el mundo perseguiría, en todas partes y en todos los tiempos, una quimera, un engaño, un imposible. Sería demasiado cruel. Pero Dios, rector del cosmos y amor infinito, está al quite, y nos salva del terrorífico vacío de la nada. De ahí que debamos celebrar en actitud fervorosa de espera, la festividad de la gran esperanza.