Aunque quizá no sea ésta la mejor carta de presentación para darme a conocer entre los lectores de ReL, he de confesarles que, aquí donde me ven, guardo cierto parecido con una lagartija puesta al sol. A saber: sin pelo y con la sangre caliente. Lo del pelo es cuestión genética, que para la alopecia aún no se ha encontrado cura. Lo de la sangre caliente, lo entenderá el lector enseguida: cada vez que sintonizo ciertas cadenas o que leo según qué periódicos, mi cuerpo reacciona de forma automática… y me hierve la sangre. Por ejemplo, mi organismo rechaza la exposición sin anestesia a más de dos minutos de discurso de
Enric Sopena; me pongo bizco cada vez que leo a
Juan Bedoya en El País o los titulares de Público; y me producen un irrefrenable sarpullido las cansinas críticas a
Cañizares y a
Rouco por ser los causantes de todos los males de España, incluida la muerte de
Manolete. Y esto, por no hablar de los
Pepiños,
Bermejos y
Folloneros varios. Apuesto a que a más de un lector le pasa lo mismo. Por más que intento ser un hombre templado, la marea de críticas de panfleto y de soflamas manidas contra la Iglesia termina, no pocas veces, por hastiarme. Y salto, claro. Lo malo es que las pullas contra la Iglesia no siempre vienen de personajes políticos o mediáticos (más vendidos a su propia fama y a sus amos, que al rigor y a la verdad), sino que llegan desde el entorno más cercano. Cuando los hostiles a la fe en Cristo no están en el Gobierno o en un plató, sino en el salón de casa, en la oficina o entre los amigos, la mejor forma de defender la fe no es, precisamente, a mamporrazos. Y, siendo honestos, tampoco la acritud es el mejor bálsamo para las heridas que nos infligen los laicistas de distinto pelaje. En el documento
Orientaciones morales ante la situación actual de España, los obispos españoles recordaban que, frente a los ataques contra la fe, los católicos hemos de evitar tres posturas: la sumisión, la desesperanza y la confrontación. Esto es, que tan mal resultado da callarse para no sufrir el menosprecio de nuestros conocidos («no me digas que tú eres cristiano…pufff»), como tirar la toalla («yo ya no digo nada, que a mi hermana no hay quien la convenza»), como, finalmente, empuñar el escudo de cruzado y sacar la tizona vengadora para arremeter contra todo lo que se mueva y huela a pagano. Al fin y a la postre, lo único que puede hacer cambiar de postura a una persona que carga contra la fe en
Jesucristo y en su Iglesia, es el testimonio de vida y de palabra. Testimonio valiente, prudente y constante, eso sí. Para lograrlo, al católico –como usted y como yo, querido lector– no le queda más remedio que remangarse la camisa y comprometer su vida, de verdad, al servicio del Evangelio. Fray Ejemplo es el mejor de los maestros y, en rigor, el único que puede hablar de Cristo vivo de forma convincente. Cierto que pegarle un collejón a
Enric Sopena mientras suelta espumarajos por la boca en La Noria es una tentación muy apetecible. Cierto que la sola idea de amordazar al amigo socialista que todos tenemos, en pleno mitin de bar, hace suspirar anhelante. Pero cierto, mucho más cierto, es que Cristo nos pide ejemplo, testimonio, acción, coherencia, vida orante… Acaso, porque ya intuía que podíamos terminar por convertirnos en unos mediocres cristianos mamporreros.
José Antonio Méndez