Para establecer ese grado de «afinidad» que determina la integración plena de los extranjeros, Santo Tomás repara en las costumbres de los hebreos, que integraban a la tercera generación a los egipcios -en cuya tierra habían vivido en el pasado- o a los idumeos, con quienes los unían vínculos de sangre (pues eran hijos de Esaú, el hermano de Jacob). En cambio, Santo Tomás observa que los miembros de otros pueblos de clara intención hostil, como los amonitas y moabitas, nunca fueron integrados plenamente en el pueblo de Israel. Este criterio de «afinidad» tendría fácil aplicación en el caso español: los inmigrantes de pueblos con quienes los españoles tenemos vínculos de sangre (muy especialmente los pueblos hermanos de la América hispánica) deben ser incorporados en plenitud más fácilmente; y también aquellos inmigrantes procedentes de pueblos que nos hayan brindado su ayuda o acogido benignamente en circunstancias difíciles.
En cambio, los inmigrantes procedentes de pueblos que nos hayan guerreado o nos hayan infligido calamidades deberían cumplir con requisitos mucho más exigentes, o incluso ver denegada su incorporación plena. Especialmente importante debe resultar este criterio de «afinidad» con inmigrantes procedentes de otras culturas, en donde deberá valorarse especialmente el trato que en sus naciones se dispensa a nuestros compatriotas, o a los cristianos que viven en su territorio.
Aunque como añade el Aquinate, incluso los inmigrantes procedentes de naciones enemigas, «podrían ser admitidos en la asamblea del pueblo, por dispensa y en premio de algún acto virtuoso, como los israelitas hicieron con el general Aquior, jefe de los amonitas que intervino ante Holofernes en apoyo a los judíos, o con la moabita Ruth». Pero, salvo estos casos de virtud probada, debe aplicarse el criterio de «afinidad», con la vista siempre clavada en el horizonte del bien común, que exige una inmigración dirigida a la integración auténtica (lo que exige que no se permita la creación de guetos o «pequeñas naciones» en el seno del país). De ahí que deben considerarse modelos equivocados tanto el francés (que construye una falsa unidad en torno a entelequias pomposas y vacuas, llámense la República, la Democracia o el Sistema Métrico Decimal) como el modelo inglés y estadounidense, que construye una sociedad multicultural donde la verdadera comunidad política se hace inviable, por más que se fomente un archipiélago de comunitarismos fragmentarios.
¿Y cómo se crea una auténtica comunidad política? Unamuno nos lo explica maravillosamente: «¿Qué hace la comunidad del pueblo, sino la religión? ¿Qué lo une por debajo de la historia, en el curso oscuro de sus humildes labores cotidianas? Los intereses no son más que la liga aparente de la aglomeración, el espíritu común lo da la religión. La religión hace la patria y es la patria del espíritu». La liga aparente de la aglomeración la pueden mantener artificialmente durante algún tiempo los intereses económicos, o la fuerza coactiva de las leyes; pero esta liga tiende siempre a la disgregación. Y, desde luego, las avalanchas inmigratorias la erosionan, generando tensiones que, tarde o temprano, la hacen saltar en mil pedazos. Sólo en las naciones donde hay un espíritu común fundado en la religión cuaja la comunidad del pueblo, pues la religión actúa a la vez como puente expedito y como muro insalvable para los inmigrantes, sin necesidad de «efectos llamada» ni de concertinas. Y este espíritu religioso común no exige que todos los miembros de la comunidad sean creyentes por obligación, sino algo muy distinto, que explicaremos en nuestra última entrega. (Concluirá)
Publicado en ABC.
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