Día tras día aparecen noticias que nos pueden parecer contradictorias, paradójicas, donde el rigor de los hechos, el sentido común, un pensamiento sereno nos empuja a lo contrario de la conclusión que leemos, o nos pretenden imponer. Es bueno poner en las cajetillas de tabaco un pulmón destrozado, el resultado de fumar, pero es malo mostrar a las madres que están pensando en la “salida” del aborto una foto, una ecografía, del bebé que tienen en su seno. Y hasta reconociendo un conflicto de intereses, nadie se pone de la parte más débil. El matrimonio, base de la sociedad, se puede disolver más fácilmente que muchos contratos contractuales, circunstanciales, casi anecdóticos.
Musulmanes de Siria o Egipto aluden a argumentos históricos para expulsar a los cristianos, habitantes allí varios siglos antes, y recurren a motivos religiosos para hacer algo que la ley natural, y cualquier ley religiosa, considera como malo: matar y asesinar.
Los últimos días gran parte de la sociedad española está “en shock” ante la sentencia del tribunal de derechos humanos de Estrasburgo, defendiendo a una asesina así condenada y olvidando (o al menos callando) la contrapartida de este derecho que ha violado la misma asesina. Y la justicia española, tan lenta en muchos temas, hace suyo el fallo y actúa de modo urgente. No conozco los pormenores del caso jurídico, pero no deja de resultarnos perplejo.
¿Qué está bien y qué está mal? ¿Dónde está lo correcto y lo incorrecto? ¿Podemos hacer el bien o somos marionetas de ciertos grupos de presión, de presión, de poderes ideológicos, políticos o económicos? ¿Dónde queda la libertad del hombre, esa libertad para hacer el bien, buscar el bien común y construir juntos una verdadera sociedad del bienestar íntegro?
San Agustín, gran vividor y luego gran santo, abogado corrupto y luego fervoroso converso y analista de la sociedad de su época, señalaba dos grandes males para el hombre de su siglo, y el de todos los anteriores y posteriores: vivir sin esperanza y tener una esperanza sin fundamento. Después de mis primeras líneas, y otros tantos ejemplos, nos puede parecer que estamos en la sociedad descrita por el Obispo de Hipona. ¿Hay esperanza en nuestra España de hoy? ¿Tiene fundamento nuestra esperanza, esperanza en el hombre, esperanza en el bien, esperanza en Dios?
El Papa Francisco nos ha hablado de luz, de la luz de la fe, que ilumina, da esperanza. Esa esperanza en la que fuimos salvados, en palabras de Benedicto XVI (y de san Pablo). ¿Pero realmente ilumina, infunde esperanza, ante realidades que parecen el mundo al revés? Consuela pensar, y Francisco lo recuerda en la lumen fidei, los largos siglos de la historia de la salvación, treinta y muchos, en los que Dios y la fe han ido iluminando el caminar del hombre.
¿Hay luz al final del túnel? Hace algunos años me lo pregunté, y ese deseo natural del bien, del amor, me llevó a decir: no hay luz al final del túnel, hay luz en el túnel, aquí, ahora. Hay mucha gente buena mucho bien, oculto y mezclado con el mal, que tanto nos golpea, nos golpea como mal y nos ciega con su fulgor momentáneo. Si no existiera este bien, el mundo desaparecería, el mal se devoraría a sí mismo. Era la convicción de Juan Pablo II, el Testigo de esperanza, la esperanza capaz de no tener miedo, la esperanza cimentada en la fe y en el Amor.
“La fe cristiana es fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo... La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.” (Lumen fidei 15)