La semana pasada nos ha dejado sendas muestras de la pasión misionera de Francisco, un auténtico sello de su pontificado. La jornada del DOMUND y la audiencia al Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización han servido para subrayar lo que el Papa dijo con fuerza a los jóvenes en Asís: “El Evangelio es el mensaje de salvación de Dios para la humanidad, pero cuando decimos mensaje de salvación no es una forma de hablar, no son sencillas palabras o palabras vacías... La humanidad tiene verdaderamente necesidad de ser salvada... cada uno de nosotros tiene necesidad de salvación…. Esto es el Evangelio, la Buena Nueva: el amor de Dios ha vencido. Cristo murió en la cruz por nuestros pecados y resucitó. Con Él podemos luchar contra el mal y vencerlo cada día”.
Podría parecer obvio que el Papa diga estas cosas, pero sucede que desde hace semanas cunde el malestar en determinados círculos por una supuesta falta de énfasis de Francisco en esta materia: algunos intelectuales le han acusado precisamente de relativismo y de frialdad frente a la misión, a raíz de algunas respuestas en la entrevista publicada por La Repubblica. En esa ocasión había rechazado con tonos duros el proselitismo y había valorado el camino de la conciencia personal de cada hombre para alcanzar el Bien. Algunos se quedaron perplejos, otros han llegado a aventar un supuesto escándalo. Pero la verdad es que si algo ha mostrado el Papa venido de casi el fin del mundo, desde su llegada a la Sede de Pedro, es su decisión de empujar a cada cristiano y a la Iglesia entera a salir fuera del recinto de la propia seguridad para alcanzar hasta los últimos confines de la tierra. Salir para encontrar la necesidad e cada hombre y ofrecer el único tesoro que tenemos: ni plata ni oro, sólo Jesucristo muerto y resucitado.
En el Ángelus del pasado domingo Francisco ha explicado que “el método de la misión cristiana no es el hacer proselitismo, sino el compartir la llama que calienta el alma... difundir en todo el mundo la llama de la fe, que Jesús ha encendido en el mundo, la fe en Dios que es Padre, Amor, Misericordia”. Así pues cero proselitismo pero misión hasta el último suspiro. El proselitismo implica una especie de adhesión mecánica que no pasa a través de cada persona encontrada, de su razón y su libertad, de su exigencia y su deseo. El proselitismo es “mecánica” mientras que la misión es drama, conmoción por el otro, amor por su destino. Sorprende que a estas alturas (veinte siglos de misión nos contemplan) el guantazo de Francisco al proselitismo haya planteado reticencias en algunos sectores.
En su discurso a la Asamblea del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización dijo que “lo que necesitamos, especialmente en estos tiempos, son testigos creíbles que con la vida y también con las palabras hagan visible el Evangelio, despierten la atracción por Jesucristo, por la belleza de Dios... cristianos que hagan visible a los hombres de hoy la misericordia de Dios, su ternura hacia cada creatura. Sabemos todos que la crisis de la humanidad contemporánea no es superficial, es profunda. Por esto la nueva evangelización, mientras llama a tener el valor de ir a contracorriente, de convertirse de los ídolos al único Dios verdadero, ha de usar el lenguaje de la misericordia, hecho de gestos y de actitudes antes que de palabras. En medio de la humanidad de hoy, la Iglesia dice: Venid a Jesús, todos vosotros que estáis cansados y oprimidos… sólo Él tiene palabras de vida eterna”.
Francisco valora el camino de la conciencia personal de cada hombre (como por cierto hizo de forma magistral Benedicto XVI) pero eso no significa relativismo en modo alguno. La humanidad tiene necesidad de ser salvada, y no serán sus propias fuerzas, sus intelectuales, las ideologías o los sistemas políticos los que la salven. Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, y sólo nosotros, pobre gente que lo hemos encontrado, podemos portarlo hasta el último rincón. En vez de gastar el tiempo en polémicas inútiles y ofensivas, deberíamos dejarnos interpelar por el Sucesor de Pedro y preguntarnos “si quien nos encuentra percibe en nuestra vida el calor de la fe, si ve en nuestro rostro la alegría de haber encontrado a Cristo”.
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