Leo con cierta frecuencia las mayores descalificaciones para quienes mantienen posiciones críticas sobre el aborto; desde fachas a ultras, pasando por enemigos de las mujeres. Esta exageración adjetival, el uso del exabrupto que impide abrir la boca a quien discrepe, ejerce sobre mí una notable atracción, como todo aquello que no consigo terminar de explicarme racionalmente. Porque el aborto, se mire por donde se mire, es un daño grave a seres humanos. Y los daños deben minimizarse.
El aborto es impedir por la fuerza el proceso natural de desarrollo del ser humano. Esta acción agresiva, que violenta la ecología humana, tiene consecuencias negativas para la mujer, como señala en abundancia la literatura médica. Que los medios de comunicación lo ignoren no cambia los hechos.
Los daños a la mujer
Al menos el 65% de las mujeres que lo han practicado sufren del síndrome postaborto (SPA), una variante del trastorno postraumático. Su mortalidad es 5,5 veces superior, y la incidencia del suicidio 6,5 veces mayor que en las mujeres que dan a luz. Asimismo, los nacimientos prematuros y los riesgos y costes que comportan se relacionan con la práctica de abortos previos en uno de cada tres casos (Journal of Reproductive Medicine, octubre 2007, tras examinar cuatro millones de nacimientos).
De todo ello nunca se informa a la mujer, ni existen servicios de atención y seguimiento para la que ha abortado. También afecta a su salud mental. El Royal College of Psychiatrists del Reino Unido, afirmaba el 14 de marzo 2008: “El aborto voluntario supone un importante riesgo para la salud mental de la madre y, por tanto, se recomienda que se asesore convenientemente sobre estos riesgos a quien desee abortar”. Y añade: “No puede haber consentimiento informado si no se suministra una información adecuada”.
Todas estas referencias y otras más que no cito por razones de brevedad las presenté en mi comparecencia en el Congreso de los Diputados, cuando fui llamado con ocasión de la tramitación de la ley vigente, que hace once años tiene pendiente un recurso de inconstitucionalidad en el Tribunal Constitucional, todo un escarnio de la justicia.
Además, la práctica es masiva y por ello sus efectos demoledores. En España en 2019 se produjeron cerca de 100.000 abortos por 360.620 nacimientos, casi uno de cada tres, y cada año aborta de promedio una mujer de cada diez u once.
Que todas estas razones de singular importancia no muevan ni a una pizca a la reflexión y al debate público es llamativo. ¿Por qué preocupa y escandaliza tanto la tala de unas decenas de árboles en la calle de una ciudad, y tan poco la muerte de 100.000 seres humanos? ¿Cómo es posible que no siembre la alarma, que exista mayor control de la administración para efectuar una tala de árboles que sobre los abortos practicados en las clínicas, privadas la gran mayoría?
El que ha de nacer, el nasciturus, es real y es un ser humano. Los científicos que trabajan con embriones humanos adoptaron el consenso de no hacerlo más allá del día 14 desde la fecundación. Este es el límite que la política y los intereses de la sociedad desvinculada no respetan. Más contradictorio todavía, mientras crecen las prácticas del llamado duelo gestacional, el que realizan las familias que han perdido la criatura durante la gestación y sufren por ello, y las prácticas para superarlo recomiendan, entre otras cuestiones, el reconocimiento del no nato fallecido como un miembro de la familia, las leyes y las prácticas siguen diciendo que no existe tal ser. Una sociedad no puede progresar humanamente entre tantas contradicciones que afectan al sentido de la vida.
La historia del aborto en la modernidad ya debería llamar la atención. Los precursores fueron los regímenes comunistas de la URSS primero y la República Popular China después, y su vigencia en el primer caso sufrió vaivenes en función de los criterios políticos sobre la población, y también de la necesidad de mano de obra fabril para la industrialización acelerada. En China siempre ha sido inseparable del control de población. Los dos sistemas políticos tienen en común su -digamos- sentido instrumental de la vida humana.
Pero es que el tercer país que se incorporó a la lista fue el Japón ocupado por Estados Unidos (1945-52), y por decisión de la administración ocupante. Pero su legalización en los Estados Unidos no sucedió hasta 1973. ¿Cómo es posible, que los ocupantes concedieran lo que se llama ahora un “derecho” a las mujeres del enemigo derrotado, y se lo negaran durante tantos años a sus propias mujeres?
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Me refería anteriormente a la ruptura civilizatoria que comporta la cancelación de todo derecho del ser humano engendrado, a los daños que causa el aborto masivo y eugenésico, y cómo su origen no está ligado a los derechos de la mujer, sino a algún tipo de control sobre ella y su capacidad de engendrar, por razones distintas como pueden ser su necesidad como fuerza de trabajo, el control de población, o limitar los efectos de los matrimonios raciales mixtos.
También resultaba evidente que, en cualquier caso, como sucede en la legislación soviética, el aborto era considerado como un mal, menor o necesario, pero mal. La propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, cuando declaró constitucional la primera ley, sigue una vía de reflexión de este tipo. Concebido como algo especial, se espera que vaya a menos y no a más.
El cambio de concepción sobre el aborto, que inicia su transformación como un derecho de la mujer, no surge de la izquierda sino del liberalismo americano, y de las campañas de las mujeres WASP [White, Anglo-Saxon, Protestant] de los suburbios acomodados. Betty Friedan es el nombre que mejor representa esta transformación, que tiene en la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Roe contra Wade su big bang. En realidad, aquel tribunal nunca entró en el fondo de la cuestión, que necesariamente comportaba la consideración de los derechos del ser humano que ha de nacer. Lo resolvió por la vía simple de considerar que se trataba de una cuestión que correspondía a la intimidad de la mujer, prescindiendo del tercero en cuestión, y de la dimensión social moral.
Pero el nasciturus no es una cosa, sino un ser humano autónomo de la madre que lo acoge, y como tal sujeto de determinados derechos. Así lo considera el Tribunal Constitucional español. En su sentencia 110485, trece años después de Roe contra Wade, declara constitucional la ley de supuestos, y al mismo tiempo establece: “Una vida humana… que comienza con la gestación… El nasciturus está protegido por el Art. 15 de la Constitución… Es un bien jurídicamente protegido… El nasciturus implica para el Estado, con carácter general, dos obligaciones, la de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección definitiva de la misma”.
Al hilo de estas citas, se entiende la escandalosa congelación del recurso de inconstitucionalidad contra la vigente ley de plazos, y su generosa aceptación de las prácticas eugenésicas. No hay manera de que case con la propia jurisprudencia del Tribunal.
Los argumentos que fundamentan el derecho de la madre a decidir sobre la vida del hijo engendrado son de dos tipos concomitantes. Uno es el derecho al propio cuerpo, que encierra el falseamiento de la realidad, porque quien ha de nacer está en el cuerpo de la madre, pero obviamente no es la madre. La citada sentencia del Tribunal Constitucional lo afirma con claridad: “La gestación ha generado un tertium existencialmente distinto a la madre…”. Y esto es decisivo. Pero además, no existe tal libre disposición al propio cuerpo, que está sujeto a limitaciones; nadie puede vender un riñón en “beneficio” propio, aunque sí donarlo en beneficio de un tercero.
El otro argumento subraya la dependencia del ser humano que ha de nacer, pero esta realidad transitoria no lo convierte en propiedad de la madre, y menos para abusar de él decidiendo su muerte. El cuidador carece de todo derecho a poner fin a la vida del cuidado, incluso en el caso que se encuentre al final de la vida -a diferencia del nasciturus– y con sus capacidades humanas extremadamente deterioradas: quien cuida a un enfermo de Alzheimer no tiene derecho a matarlo porque esté estresando su vida, convirtiéndola en invivible. Si esto no se acepta y es un delito de homicidio, ¿por qué se debe aceptar la muerte del bebé que tiene toda una vida por delante?
Dos últimas evidencias llaman a la reflexión y a un nuevo debate.
¿Cómo justificar el aborto cuando desde el 9 de mayo de 1960 la píldora anticonceptiva fue aprobada en Estados Unidos y el 7 de octubre de 1978 lo fue en España? Y junto con ella se dispone de un amplio y bien conocido arsenal de métodos anticonceptivos para ambos sexos. Racionalmente esto debería suprimir o dejar el aborto reducido a la mínima expresión. Pero no es así, y el porqué sucede de esta manera merece ser considerado. Porque implica la existencia de una sexualidad socialmente masiva, incontinente, impulsiva e irresponsable de sus actos. Y este tipo de sexualidad guarda relación con la violencia. De ello trato en mi artículo en La Vanguardia en su edición en papel El poder del sexo (15 de noviembre de 2021).
La otra consideración surge de la evidencia de que el aborto, la reclamación fundamental del feminismo WASP de la generación de Betty Friedan, no hace otra cosa que asumir el rol del hombre en las relaciones sexuales y aplicarlo a la mujer. En este caso, impedir la posibilidad de dar a luz a un hijo, con todo lo que comporta de antinatural y dañino para ella. El aborto masivo no es un derecho que esté al servicio de su desarrollo humano sino que lo cercena. No profundiza sobre su realidad, sino que la sustituye por la lógica sexual del hombre.
El derecho a la vida es el fundante de todos los demás derechos y obviamente comporta el derecho a nacer. Nuestras sociedades lo han liquidado y sus consecuencias se encuentran en las raíces de las crisis acumuladas que sufrimos. El menosprecio por el valor y significado del ser humano nunca termina bien.
Artículo publicado en La Vanguardia en dos partes, una y dos.