Acabo de hacer, aprovechando el puente del Pilar, un viaje de cinco días, tres completos allí, a Medjugorje, lugar de Bosnia, país musulmán, aunque ese pueblo es totalmente católico y donde desde 1981 tienen lugar apariciones de la Virgen, sobre las que la Iglesia no se ha pronunciado, aunque sí autoriza que, al menos provisionalmente, se le considere un santuario. Hice el viaje con un grupo de ciento cincuenta personas, de todas las edades, desde bebés hasta rondando los ochenta años, en su gran mayoría profundamente católicas, y tuvimos la suerte de que tanto el avión como el hotel lo ocupamos íntegramente.
En sus mensajes la Virgen insiste especialmente en cinco cosas: 1) el rezo del Rosario. En sus mensajes repite constantemente orad, orad, orad; 2) La celebración de la Eucaristía, pues no hay que olvidarse que lo que la Virgen siempre ha querido es acercarnos a Jesús; 3) La lectura de la Biblia, y añadiría especialmente del Nuevo Testamento; 4) El ayuno a pan y agua miércoles y viernes. Es indudable que los católicos nos estamos olvidando de la importancia del sacrificio. Recuerdo un profesor francés, que habló del sacrificio a sus alumnos y se quedó horrorizado cuando vio que los únicos que le entendían eran los musulmanes; 5) Confesión una vez al mes. En este punto coincido con el cardenal Kasper que hace unos días decía en Vitoria que, aunque tímidamente, se están empezando a ver signos de recuperación de este sacramento.
Entre los actos están como es lógico la Misa, el Vía Crucis, el Rosario, la Adoración del Santísimo. El Vía Crucis se suele hacer subiendo un monte que indudablemente está ya fuera de mis posibilidades escaladoras, aunque también se puede hacer en la explanada junto a la Iglesia. La Adoración al Santísimo es tal vez la experiencia más fuerte de Medjugorje. Es una Hora Santa en el silencio más completo, salvo una música que ayuda a la concentración. Gente, varios miles. Me recordó, salvadas las distancias de números, la Adoración de Cuatro Vientos en la JMJ. Confesonarios hay unos venticinco fuera de la Iglesia, la mayor parte de ellos ocupados, y en cuanto te ponías ya tenías cola. En verano tanto el número de confesores, por lo que muchos lo hacen sentándose en un banco, como sobre todo el de penitentes es mucho mayor, por lo que el tamaño de las colas aumenta espectacularmente.
No hablamos con ningún vidente, ni se realizaron cosas que me llamasen especialmente la atención, aunque fueron muy interesantes los testimonios que pudimos oír, así como las reflexiones que pude oír a mis compañeros de viaje. En primer lugar, el mero hecho de ir ya provocaba entre sus relaciones reacciones divertidas. “-¿Te vas a un pueblo de Bosnia tres días. A hacer qué?” “-A rezar” “-Oye, no estás pirado?”.
Entre los testimonios me impresionó una monja ecuatoriana, y recordemos que estamos en la semana del Domund, que ejerce su apostolado en Turkana, al norte de Kenia. Seguramente será la región más pobre del mundo, pues a los viejos, y allí uno es viejo cuando alcanza los cincuenta y cinco años, se les envía al desierto a que mueran de hambre y sed. Ella ha logrado montar una red de doce escuelitas para los niños y se sintió acariciada por el amor de Dios. Otro caso que a mí me llama mucho la atención es el de un matrimonio que perdieron un hijo en un accidente banal, y han fundado un hospital en Kenia para niños. Han atendido a dieciséis mil niños distintos y unos tres mil adultos.
Otra de las cosas que me pareció interesante fue que nadie de los que hablé pensó que había perdido el tiempo yendo allí y dedicando tanto tiempo a la oración. Muchos se confesaron y en la Misa del domingo, que ya la volvimos a celebrar en un pueblo de Croacia, casi todos comulgaron. La impresión general es que volvían de allí con una gran paz y serenidad. Cuando me tocó el turno de hablar, dije que no había tenido tiempo de reflexionar mucho, porque pasé bastantes horas confesando, pero que me gustaría, al volver a España, pensar sobre lo que he vivido con objeto de aprovechar mi visita y mejorar tanto mi vida cristiana como mi devoción a María.
Pedro Trevijano