La pasada semana me refería al Concilio Vaticano II, el Concilio de la gran renovación de la Iglesia en los tiempos actuales. Este Concilio, sin duda, intentó inseparablemente la reforma y la renovación de la Iglesia, y la evangelización y la paz justa y libre de nuestro mundo. La palabra que lo defi ne todo como fi n del Concilio es: «renovación», llamada a la santidad; sólo una Iglesia renovada y fi el a su vocación a la santidad podrá de nuevo evangelizar, como en los primeros tiempos, traer el Evangelio de la paz, contribuir a la renovación de la humanidad, hacer posible y real una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad de la fe, del Bautismo y de la vida conforme al Evangelio, la del amor. Pero hay que entender bien la palabra «renovación», como la entendió el Vaticano II y refl ejan sus textos, sus hechos y su así llamado «espíritu».
La renovación impulsada por el Concilio es entendida por el éste no como mera reforma de estructuras, sino como un cambio interior que hace de la Iglesia y de sus miembros instrumentos aptos para hacer presente el Evangelio de Jesucristo, Luz de las gentes, en el mundo contemporáneo, sacudido por una fuerte secularización y por un humanismo inmanentista, dañado por el olvido de Dios, y marcado por una grave quiebra de humanidad derivada de esa marginación de Dios de la vida de los hombres.
Esta renovación es, por ello, una mirada a sus orígenes, de donde viene y en que se fundamenta, y una mirada inseparablemente hacia el mundo contemporáneo, al que Dios no retira el aliento y el fundamento de su misericordia; esta renovación, como tantas veces se decía en el Concilio, es una vuelta a las fuentes. La Iglesia se renueva, se «reforma », es decir, halla de nuevo la «forma» original, como la Trinidad Santa la quiere y la hace; esa «forma original» que es la «nueva Jerusalén bajada del Cielo». En este sentido, a diferencia de la mentalidad contemporánea que mira la Iglesia, la sociedad, las personas, sólo desde el punto de vista de la efi - cacia para ver qué es lo que se puede hacer con ellas y plantear de esta manera los planes, las estrategias o las organizaciones más efi - caces, pienso que lo que el Concilio hace es ir al núcleo central de la reforma: ésta reclama de manera constante, más que un cambio estructural, la conversión al solo Dios y a su Hijo Jesucristo, a su gracia, pues sólo a través de ella se llega a ser hombres de verdad, a ser cristianos sinceros, a ser pastores conforme al corazón de Dios, a ser Iglesia viva. El Concilio nos indica que en la medida en que renovemos nuestra conversión al Señor y avivemos, por su gracia, la fe en Él y nuestra vocación a la santidad, tendremos una Iglesia rejuvenecida y con vitalidad, y se producirán incluso los cambios estructurales que sean necesarios. Cuando la reforma o la renovación es arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión, de la respuesta fi el a la llamada a la santidad; cuando se espera la salvación solamente del cambio de los demás, de la transformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación a los tiempos, quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata, pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos importantes de la Iglesia. (Creo que detrás de todo eso se perfi la el problema central de la cuestión: la crisis de fe).
¡Cuánta actualidad tiene esta manera de ver las cosas, en la perspectiva conciliar, y cuán necesaria es para estos tiempos en los que se habla tanto de reformas y de renovación! El Concilio, para la reforma y la renovación necesarias de la Iglesia, nos recuerda e indica que los caminos para ello son en primerísimo lugar los de la gracia de Dios, los de la acción de Dios y, derivados y obra de la acción divina y de la gracia, los de la santidad, los de la escucha yl la meditación contemplativa de la Palabra de Dios, los de la oración, los de la penitencia expresada por excelencia en el sacramento de la reconciliación, los de la Eucaristía, centro fuente y cima de toda la vida cristiana, los de la comunión y la caridad vivida efi cazmente. Todo se resume en vivir nuestra vocación común a la santidad y ése, no otro, ha de ser el móvil principal de todos los miembros de la Iglesia llamados en ella y con ella por esa común vocación a la santidad que nos recuerda Lumen Gentium, tanto en ese capítulo tan fundamental como olvidado, como en el siguiente al presentar la Santísima Virgen María, toda santa, vinculada por entero a la Iglesia y como su modelo. La razón de ser de la Iglesia es la glorifi cación de Dios, inseparable de la santifi cación de los hombres. El Vaticano II abre y fortalece –de ahí la esperanza que genera– una apasionante tarea de renovación. El camino cierto en el que ha de situarse esta renovación no es otro que el de la santidad. No podemos olvidar que todo el Concilio es una reforma que desde el vértice debe después llegar a la base de los creyentes; es decir, todo Concilio, para que resulte verdaderamente fructífero, debe ir seguido de una nueva fl oración de santidad. Así sucedió después de Trento, que, precisamente gracias a esto, pudo llevar a cabo una verdadera reforma. La salvación para la Iglesia viene de su interior, pero esto no quiere decir que venga de las alturas, es decir de los decretos de la jerarquía. Depende de todos los católicos, llamados a darle vida, el que el Vaticano II y sus consecuencias sean consideradas en el futuro como un periodo luminoso para la Iglesia. La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores. La Iglesia y el mundo tienen necesidad de santos. Hoy más que nunca es necesario hacer hincapié en esta urgencia, que es fundamento de toda la vida y obra de la Iglesia. Sin esto todo se desmorona, nada tiene consistencia. El Concilio Vaticano II recordó y proclamó la vocación de todos los fi eles cristianos, en la Iglesia, a la santidad. Aspecto fundamental, aunque a veces demasiado olvidado.
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