Empezaré afirmando que no se puede ser cristiano y a la vez despreciar al inmigrante, al que viene de fuera, al que es de otra raza, de otra lengua, de otra religión. Independientemente de la opinión personal que se puede tener sobre cuál es la política de inmigración adecuada para nuestro país o para Europa, lo primero de todo es el respeto a la persona. Si para el Señor -Gal 3,8; Rom 10,12- no hay ni judío ni griego, ni hombre ni mujer, para nosotros tampoco. Conozco a unos cuantos que se dan golpes en el pecho y afirman ser españoles y católicos, a la vez que miran con desprecio al que viene de fuera. Españoles puede que lo sean. Católicos, no. Eso de la pureza de la raza y de "España para los españoles" suele ser el paso previo a pisotear la cabeza de quien ha venido a este país a ganarse la vida. Ensucian el nombre de Cristo los que gritan "Viva Cristo Rey" y luego miran con ojos de odio al subsahariano que se les cruza por la calle. Ya en la Ley de Moisés se establecía el comportamiento moral del pueblo de Dios hacia el extranjero que mora en tierra propia: Exo 22,21 Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. Lev 19,33-34 Cuando el extranjero morare con vosotros en vuestra tierra, no le oprimiréis. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo Yavé vuestro Dios. Ahora bien, no está de más decir que esa misma ley mosaica advierte que el extranjero ha de ajustarse a la ley del país donde mora: Exo 12,49 La misma ley será para el natural, y para el extranjero que habitare entre vosotros. Lev 18,26 Guardad, pues, vosotros mis estatutos y mis ordenanzas, y no hagáis ninguna de estas abominaciones, ni el natural ni el extranjero que mora entre vosotros. Es decir, al mismo tiempo que debemos atender a los que vienen de fuera porque han huido del hambre y de la guerra, los mismos deben tener muy clarito que son ellos quienes se tienen que adaptar a nuestra civilización, a nuestras leyes e incluso a nuestro "modus vivendi", y no nosotros a sus leyes y sus costumbres. De lo contrario, el conflicto está servido. Y si hay conflicto, no hay paz. Y si no hay paz, el que sobra es el que ha venido a romper el "status quo" previo. Por otra parte, nadie con sentido común puede pensar que un país debe tener sus fronteras abiertas y aceptar a todos los inmigrantes que quieran entrar. El derecho a emigrar no puede usarse como excusa para desestabilizar una nación por medio de la entrada indiscriminada de inmigrantes. La caridad mal entendida puede traer nefastas consecuencias. Los gobiernos deben buscar el equilibro entre el respeto a los derechos de los inmigrantes y el bien común de los ciudadanos del país. En esa búsqueda del equilibro la Iglesia debe hacer oír su voz, pero sería deseable que además de defender el derecho del emigrante, recordara también sus obligaciones. Luis Fernando Pérez Bustamante