En «La esfera y la cruz», el gordo Chesterton nos presenta a dos contendientes, un católico y un ateo, que pese a sus esfuerzos ímprobos no logran batirse en duelo a muerte, en defensa de sus convicciones, porque la autoridad establecida, muy tolerante y con-ciliadora, se lo impide. Obligados a convertirse en aliados, urdirán las más rocambolescas artimañas para burlar la vigilancia de esa autoridad que les impide enfrentarse; pero, finalmente, ambos serán detenidos y confinados como energúmenos, puesto que han osado perturbar la paz social con sus controversias teológicas. «La esfera y la cruz» se trata, por supuesto, de una novela alegórica que ilustra a la perfección el totalitarismo agnóstico que, so capa de moderantismo y neutralidad, acaba imponiéndose en las sociedades contemporáneas.
Contra ese agnosticismo aplanador y paralizante combatió Chesterton toda la vida, fingiendo que combatía con los ateazos peleones que se iba encontrando por el camino. Si leemos sus novelas y ensayos, descubriremos que Chesterton siempre trata a los ateos con deferencia e incluso franca simpatía; y que, en cambio, reserva su acritud para los que evitan la lucha, para esos espíritus «conciliadores» que tratan de aunar las doctrinas más diversas (sin adherirse a ninguna) y de agradar y halagar a todo el mundo.
Chesterton entendía que la defensa de las propias convicciones solo se podía alcanzar mediante la disputa; pero en sus disputas, sobre sus dotes de polemista, se alza una alegría de vivir contagiosa, un amor hacia todo lo creado que se extiende también hacia sus contrincantes, quienes –aunque mohínos ante el vigor paradójico de sus razonamientos– no podían sin embargo dejar de aplaudir su gracioso denuedo.
Chesterton se entromete en los dobladillos de las medias verdadesEn Chesterton conviven la sabiduría de la vejez, la cordura de la madurez, el ardor de la juventud y la risa del niño; y todo ello galvanizado, abrillantado por la mirada asombrada y cordial de la fe. En su constante exaltación de la vida (que no es hedonismo, sino confianza en la Providencia), en su perpetuo arrobo ante el misterio, en su deportiva y jovial belicosidad, subyace siempre una aversión risueña hacia toda forma de filosofía moderna, a la que contrapone el realismo de la fe cristiana: «La muralla exterior del cristianismo es una fachada de abnegaciones éticas y de sacerdotes profesionales; pero salvando esa muralla inhumana, encontraréis las danzas de los niños y el vino de los hombres; en la filosofía moderna todo sucede al revés: la fachada exterior es encantadora y atractiva, pero dentro la desesperación se retuerce, como en un nido de áspides».
Toda la obra de Chesterton, en realidad, no es otra cosa sino una glosa de las verdades de fe contenidas en el catecismo, expuesta al modo grácil y malabar de un artista circense. Como escribió Leonardo Castellani, para poder enseñar el catecismo a los ingleses había que tener una alegría de niño, una salud de toro, una fe de irlandés, un buen sentido de «cockney», una imaginación shakespeariana, un corazón dickensiano y las ganas de disputar más formidables que se han visto desde que el mundo es mundo.
Nos descubre que el sentido común está en aquello que nadie se atreve a formularNada de esto le faltó a Chesterton; y con esta munición de cualidades –más alguna pinta de cerveza– cuajó una escritura luminosa e incisiva, capaz de entrometerse en los dobladillos de las medias verdades para delatar su fondo de mugrienta mentira, capaz de desvelar la verdad escondida de las cosas, sepultada entre la chatarra de viejas herejías que nuestra época nos vende como ideas nuevas.
En los libros de Chesterton, las verdades del catecismo se ponen a hacer cabriolas, se pasean por el mundo como si estuvieran de juerga, llenando cada plaza de ese fenomenal escándalo que nos produciría ver a un señor en camisón o a una damisela con bombín; y de esta aparente incongruencia que surge de la lógica más aplastante cuando se hace la loca brota su poder de convicción. Chesterton se pasó la vida refutando todos los tópicos (que es la expresión más habitual de las modernas herejías), hasta descubrirnos que el sentido común no está en lo que todos repiten, sino en lo que nadie se atreve a formular; y lo hizo divirtiéndose como un niño que destripa un reloj y luego lo recompone cambiando de sitio todas las piezas, para demostrarnos que no debemos preocuparnos por medir el tiempo, pues dentro de nosotros habita la eternidad.
En algún pasaje de su «Autobiografía», Chesterton nos confiesa que su acercamiento al catolicismo fue una expresión de rechazo al espíritu de su época: la execración de la Iglesia se había convertido en el pasatiempo predilecto de los intelectuales; y tanta unanimidad en el vituperio acabó provocando en su temperamento inquisitivo un movimiento de curiosidad. Una institución humana que concitaba tan ardorosos ataques y lograba resistirlos debía, sin duda, estar animada por un fuego divino. Esa curiosidad hacia lo que sus contemporáneos denigraban acabaría convirtiéndose en motor de sus pesquisas intelectuales y en la gasolina de su escritura.
Una tumba vacía y lóbrega es el mundo para el racionalistaUn escritor tan dotado para la paradoja como Chesterton no podía tener otro destino que no fuese paradójico. Y sobremanera paradójico resulta, en efecto, que una época empeñada en descreer de todo aquello en lo que Chesterton fervorosamente creía se haya empeñado también en tributar su veneración a Chesterton. Y es que el agnosticismo aplanador de nuestra época –pálido vómito terminal de aquella filosofía moderna tan execrada por nuestro autor– no ha podido con el talento en tromba de Chesterton, con su sentido común de tonelada, con la insultante buena salud de sus argumentaciones y las delicias de su estilo, que se derramó en todos los géneros, llenándolos de esa rara alegría de la fe, que es, antes que nada, alegría de vivir a todo trapo.
Tal vez ahora, si lo suben a los altares, el mortecino agnosticismo se decida al fin a retirarlo –¡por pendenciero y alborotador!– de las librerías y de los suplementos literarios, que de este modo se convertirán en tumbas lóbregas y vacías; que eso, al fin, una tumba vacía y lóbrega, es el mundo para el racionalista.
© Abc