El próximo día 11, viernes, del presente mes, se cumplen 51 años de la apertura del Concilio Vaticano II,«verdadero Pentecostés» de los tiempos modernos. No entro en detalles sobre hechos, momentos y etapas principales o más relevantes del Concilio; me limito a enumerar simplemente algunos hitos del mismo. No es que hubiesen especiales y concretos problemas doctrinales, ni que hubiese problema particulares que requiriesen ser abordados en un concilio, como había sucedido, por ejemplo, en los primeros concilios cristológico- trinitarios de los primeros siglos, o en el de Trento, o en el Vaticano I. Pero ya Pío XII, con la visión de la Iglesia que tenía y su sensibilidad hacia el mundo contemporáneo que le era tan propia y le caracterizaba, como es sabido pensó en la convocatoria de un concilio: así parecían aconsejarlo la necesidad de renovación y de revigorización de la Iglesia para poder afrontar el reto de lo que hoy llamaríamos una nueva evangelización, esto es, la urgente y apremiante necesidad de un nuevo impulso evangelizador de la Iglesia ante hechos evidentes como la descristianización de Occidente, la quiebra de humanidad que resultaba patente, la cultura de una modernidad que cada vez se alejaba más de la fe, la difusión y el imperio de la ideología marxista, la llamada Guerra Fría entre los bloques políticos que eran una amenaza para la paz entre los pueblos, etc.

Aquellos años había algo así como un movimiento o una corriente de fondo que clamaba por nuevos aires de reforma. Se miraba al futuro. Había necesidad de restaurar y edificar un mundo y una humanidad que habían quedado tan dañados, con todas sus consecuencias, por la Segunda Guerra Mundial. Por eso, cuando el Papa Juan XXIII anunció aquel inolvidable 25 de enero de 1959 en la basílica romana de San Pablo Extramuros su intención de convocar un concilio, la noticia causó una verdadera sorpresa, pero también una gran alegría y esperanza en el pueblo cristiano, tanto en la jerarquía como en los fieles, tanto en los sacerdotes como en las personas consagradas, y de una manera particularmente llamativa entre laicos comprometidos, que algo nuevo esperaban.

Era yo un niño y recuerdo el ambiente de verdadera euforia generado; recuerdo con qué regocijo fue acogida la noticia por sacerdotes cercanos que, de inmediato, la dieron a conocer y comenzaron a divulgarla en los púlpitos, en las catequesis, etc. con verdadero entusiasmo explicando (no sabían muy bien cómo ciertamente) en qué consistía un concilio en aquellos momentos. Casi dos años después, 1961, el 21 de diciembre, el mismo Juan XXIII publicó la constitución apostólica «Humanae Salutis » con la convocatoria ya en firme del Concilio. El Papa, en esta misma constitución, se refería a su primer anuncio del Concilio «como la pequeña semilla que echamos en tierra con ánimo y mano temblorosa». Para determinar los temas de deliberación del futuro Concilio hubo una amplia consulta: fueron consultados el Colegio Cardenalicio, el Episcopado de toda la Iglesia católica, los Dicasterios de la Curia Romana, los superiores generales de las Órdenes religiosas, las universidades católicas y las facultades eclesiásticas. Durante un año se llevó a cabo este trabajo bajo la dirección de la «Comisión antepreparatoria», constituida el 17 de mayo de 1959 y presidida por el cardenal Tardini. Decididos los puntos de estudio a la luz de las consultas realizadas, fueron creados por el motu proprio Superno Dei nutu, del 5 de junio de 1960, entre comisiones y secretariados, 15 organismos encargados de elaborar los esquemas doctrinales y disciplinarios, que se enviaron a los obispos para su estudio y que serían presentados y discutidos en las sesiones conciliares. Este ingente trabajo fue coordinado por la «Comisión Central Preparatoria», presidida por el mismo Papa y, en su ausencia, por el cardenal Eugenio Tisserant. Con la mole inmensa de 70 esquemas se llegó al 11 de octubre de 1962, día fijado desde el 2 de febrero para la solemne apertura del Concilio. Dijo el Papa en aquella solemne e histórica ocasión: «Hoy la Santa Madre Iglesia se regocija porque, en virtud de un regalo especial de la Providencia divina, ha alboreado el día tan deseado en que el Concilio Ecuménico Vaticano II se inaugura solemnemente aquí, junto al sepulcro de san Pedro y bajo la protección de la Virgen Santísima, de quien en esa fecha se celebra su maternidad» (Juan XXIII, Discurso de apertura).

Durante cuatro periodos, en los otoños consecutivos de los años 1962—1965, se celebró el Concilio. Participaron en torno a 2.500 obispos de todo el mundo; tomaron también parte un alto número de teólogos y de observadores de otras confesiones cristianas, que fueron así mismo escuchados. Las sesiones y los trabajos conciliares concluyeron con la sesión del 7 de diciembre de 1965, en la que se aprobaron varios documentos. El primero de los documentos aprobado por los Padres conciliares –algo que no puede pasar desapercibido– fue la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, «Sacrosanctum Concilium», el 4 de diciembre de 1963. El día 8 de diciembre, tres años después, 1965, solemnidad de la Inmaculada Concepción, tuvo lugar el acto de clausura solemne que presidió el Papa Pablo VI, ya Papa en la segunda etapa del Concilio en el otoño de 1963. Transcurridos cincuenta y un años del comienzo del Concilio Vaticano, hito de la historia de la Iglesia y de la misma humanidad, es tiempo de releerlo, profundizarlo, asimilarlo y llevarlo aún más a la práctica. Podemos decir que a estas alturas está casi, casi, aún por estrenar. Es tanta la riqueza que contiene, es tanta la luz que proyecta que necesitamos, con humildad y sabiduría, dejarnos conducir por este potente faro, para encaminarnos a la renovación eclesial y del mundo que esta en sus entrañas.

© La Razón