Escuchando las reacciones a la tragedia de Lampedusa, no es posible dejar de observar una hipocresía tan difundida que acaba siendo una connivencia, una colusión con los responsables de esta situación que parece increíble en una realidad social como la nuestra.
Como algunos llevan repitiendo desde hace mucho tiempo, el problema de los desembarcos no es la cuestión que explica lo qué ha sucedido.
En este sentido, tienen mucha razón quienes dicen que estas tragedias se podrían repetir en plazos que podrían ser perfectamente previstos a nivel temporal, si no se afronta el problema en todos sus factores y se identifican las responsabilidades.
Ante todo, es obligado reconocer que el pueblo italiano, en este caso como en todos los anteriores, ha demostrado una generosidad y una capacidad de dedicación que hace honor a nuestra etnia; porque el nuestro es un pueblo valiente, generoso, que se asume las responsabilidades más allá de lo debido.
Ver cómo esta gente se ha prodigado para reducir la entidad de la tragedia, es algo que nos hace honor. Por eso, es necesario que se otorgue un reconocimiento importante a esta población, como podría ser el Premio Nobel para la Paz, que así se rescataría de otras y más infelices atribuciones dadas en una pasado reciente, como Obama.
Pero la verdadera cuestión es ver de dónde huyen estas personas. No se puede afrontar el problema examinando sólo el barco. Debe decirse con claridad que las responsabilidades de la comunidad internacional son gravísimas, porque estas personas huyen de Estados donde no hay libertad, no hay pan, no hay justicia, donde los derechos del hombre y de la mujer son sistemáticamente pisados, donde – nos guste o no – una ideología de carácter religioso tapa y justifica todo esto, donde existen satrapías locales intolerables en el tercer milenio, gente que vive concediéndose un lujo desenfrenado, mientras depaupera los recursos de la población y de la nación.
Y estos regímenes han sido y están sostenidos no sólo por los países occidentales, sino también por Rusia, por China. Son sostenidos por motivos económicos o estratégicos, para acceder a fuentes energéticas o para el negocio de la venta de armas.
Es absurdo que la comunidad internacional no consiga truncar el tráfico de muerte de estos lancheros, detrás de los cuales tal vez – vistos los increíbles intereses económicos – se esconden organizaciones insospechables del mundo occidental, de Oriente Medio o de Rusia.
Lo primero que hay que cambiar es la actitud hacia estos Estados y regímenes, a los que hay que dejar de favorecer.
Segundo: se necesita una acción fuerte y decidida que detenga este indigno comercio de seres humanos que, como ha dicho el Papa, empujados por el hambre y la falta de libertad, vienen a Occidente, a nuestros países que se asoman al Mar Mediterráneo, buscando la vida, la libertad y la dignidad, y mueren como animales en nuestros mares.
Es necesario también preguntarse qué sentido tiene todo este pulular de comisiones, subcomisiones, de estructuras de la ONU, de la Unión Europea, que parecen lugares de enormes vaniloquios, de movimientos de opinión de carácter ideológico que no se miden nunca de manera positiva y constructiva con el problema.
Centenares y centenares de funcionarios de la ONU que pasan su tiempo discutiendo sobre estos problemas en despachos acolchados, a miles de kilómetros del escenario de las tragedias.
Y en Europa no se puede descargar el problema sobre las legislaciones nacionales: si hay 28 legislaciones distintas, esto no es óbice para que se llegue a un mínimo de uniformidad y de acuerdo que facilite la asunción de responsabilidades concretas, operativas y enérgicas.
Otra cosa: la Edad Media cristiana de la que tan mal se habla, porque se desconoce, defendió las identidades de Occidente; defendió la libertad, la cultura y la civilización de Occidente en enfrentamientos que, algunas veces, tuvieron la característica de un choque duro.
No se pueden afrontar estos problemas sin preguntarse hasta qué punto una ideología de tipo religioso que indudablemente caracteriza el mundo islámico, o una parte de islam, - pues ciertamente es determinante en el plano práctico -, sea responsable del fanatismo en parte de los lugares de salida, provocando el éxodo de todos aquellos que corren el riesgo de ser aplastados.
Cuando se discute sobre estos problemas no se puede simplemente responsabilizar a las instituciones de los países que se asoman en el Mediterráneo, o la idoneidad o menos de las leyes que regulan esta materia: el discurso debe iniciarse mirando la situación en la que versan los Estados de los cuales huyen estas personas.
Y sobre este punto es necesaria una actitud inequívoca, y no que sobre una connivencia sustancial después se hagan distinciones de tipo “buenista” y reactivo.
Éste es, indudablemente, tal como ha recordado Papa Francisco, el momento del dolor; pero un dolor que debe dar lugar a una acción de conocimiento de la situación, y a una presión sobre las instituciones internacionales para que se trate el problema en toda su profundidad de análisis y, sobre todo, con la voluntad de buscar una solución operativa.
De lo contrario, gritando, indignándose, con silencios inútiles o días de luto nacional, se corre el riesgo de crear una ideología de la reacción y de la indignación que no lleva a ninguna operación constructiva.
Como dice la encíclica de Papa Francisco, la fe vivida como experiencia de vida, como criterio de juicio, como ética nueva y, sobre todo, como ímpetu misionero nuevo, pone en la sociedad un haz de luz que ilumina la vida y las situaciones sociales. Entonces es justo pedir, no sólo a los católicos, sino sobre todo a los católicos, que la suya sea una presencia inteligentemente motivada y operativamente adecuada, asumiendo su responsabilidad sin ceder a ningún chantaje para no entrar en connivencia con los responsables de estas enormes tragedias.
No es la indignación lo que impedirá que dichas tragedias sucedan. Los problemas pueden empezar a solucionarse si todos – individuos, pueblos, grupos, naciones y, sobre todo, instituciones internacionales – asumen su responsabilidad.
(Luigi Negri es arzobispo de Ferrara y Comacchio; el artículo fue publicado en La Nuova Bussola Quotidiana; la traducción es de Helena Faccia Serrano)