La iglesia está igual de atestada que lo estuvo el año anterior, en el funeral del hombre bienamado. Ahora, el amigo de pelo canoso de aquel hombre está de pie en el estrado ante una gran orquesta y coro y, con gestos rápidos y temblorosos, eleva y baja sus brazos, una y otra vez, mientras las voces estallan como si descendieran del cielo:
Dies irae, dies illa,
Solvet saeclum in favilla,
Teste David cum Sybilla!
La música cae como lluvia, como ese fuego último que disolverá al mundo. Y sin embargo, el hombre no está enfadado. El coro no canta con miedo. Durante una hora apasionante cantan esa secuencia de la Misa de Requiem. Es sólo una parte de la misma. También están el Kyrie y el Sanctus, y las otras oraciones. El Agnus Dei, cantado por un dúo de sopranos, se eleva hacia el cielo con una petición: Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona eis requiem.
El hombre que dirige la orquesta es también el compositor: Giuseppe Verdi, el mayor genio de la ópera que el mundo haya conocido. Verdi era católico, y un patriota italiano. También lo era el hombre que yacía en su ataúd en San Marco, en honor del cual Verdi compuso su magnífica obra sacra. Su nombre era Alessandro Manzoni, el escritor italiano más grande del siglo XIX, hijo fiel de la Iglesia y, hasta hoy, amado maestro para la nación.
¿Qué es la Ilustración?
No habría sido así si simples seres humanos hubieran conseguido lo que querían. Mientras escribo, tengo ante mis ojos un retrato del joven Alessandro. Alto, de rostro alargado y pelo negro, sus ojos son pensativos e inteligentes. En un lugar equivocado, y en el tiempo equivocado, se habría autoinfligido un gran daño a sí mismo, y lo habría causado a otros y a la Iglesia.
El aura romántica en el retrato del Manzoni juvenil hacía temer el gran daño que ese movimiento hizo a muchos jóvenes, impulsándoles al suicidio o a la depravación moral.
Y, desde luego, estaba en el lugar equivocado en el tiempo equivocado. Cuando era joven frecuentaba con su madre, divorciada, los círculos de moda de París, donde los hombres pasaban el día entregando sus intelectos a falsedades llamadas razón, y sus cuerpos al desenfreno, llamado libertad. ¡Abajo con esa cosa inexplicable!, había gritado Voltaire en referencia a la Iglesia, y Alessandro estaba de acuerdo. Lo conveniente era estar de acuerdo.
Pero Dios tenía otros planes para él. Se casó con una piadosa protestante y, en 1810, a la edad de veinticinco años, la vio ser acogida en la Iglesia católica. A partir de ese día, y hasta el día de su muerte, Manzoni dedicó su persona, su intelecto y su arte a Cristo, la Iglesia, su amada Italia y los pobres.
Manzoni, en el célebre retrato de Francesco Hayez (1791-1882).
Y lo hizo porque nunca olvidó todo lo que había oído en esos círculos. Los paganos a menudo hablan de manera más sabia de lo que piensan. Los franceses se habían rebelado contra el abuso arbitrario de poder, y nadie en Italia escribió con más pasión contra ello que Manzoni. Los intelectuales franceses había defendido a los pobres, y el héroe y la heroína de su obra cumbre, Los novios, son un pobre sastre, Renzo, y su prometida, Lucia. Manzoni no era un sentimental. Había visto a la razón traer la luz. Y la razón llevaba a Dios, que es la luz. La Ilustración sin Dios lleva a la sangre, a la masacre, en la que los hombres se despedazan entre ellos. La Iglesia lleva a los hombres a la verdadera luz.
De noche, y una pistola
Otra escena. Es de noche en un castillo situado en la cima de una montaña que domina la ciudad de Lecce. Un hombre está sentado en su estudio. No es joven. Su vida está cincelada en su rostro: una vida de voluntad, de ejercicio del poder, de un desdén casi ascético por los placeres comunes, un intelecto apasionado agotado. Tiene prisionera a una joven en una habitación de la planta inferior. La ha sacado a la fuerza de un convento de Lecce, donde la joven se había escondido del noble local, Don Rodrigo. Está prometida con un pobre, un joven sastre. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué es este Don Rodrigo para él?
El nombre del hombre suscita tanto miedo que nadie se atreve a pronunciarlo. Es el Innominato: el Innominado. Sus propios criados y seguidores tiemblan cuando están ante él. Y la joven… ¡si sólo hubiera intentando utilizar las armas que utilizan las mujeres! Una mirada lasciva, un mohín, algo que despreciar, algo impuro; pero ella se había arrodillado ante él y había prometido rezar por él.
"'¡Usted ha tenido una madre, señor!', lloró ella. 'Mi madre, piense en mi madre. ¿Qué os he hecho? ¿Por qué no me deja volver con mi madre?'". Su inocencia le había desarmado. Su inocencia hizo mucho más.
El hombre saca una pistola de su estuche y la deja encima del escritorio, ante él. Está cargada. La amartilla, la desamartilla, la vuelve a amartillar. Una vida desperdiciada, una vida de maldad, de la que no ha sacado ninguna alegría, sólo una negrura visible. Si muere, nadie sentirá pena por él.
La noche avanza y cuando amanece oye sonidos a lo lejos. ¿Campanas? ¿Caballos relinchando? ¿Las conversaciones de gente feliz? ¿Qué es esa vida de la que él no participa?
El Innominado baja.
Lector, ¿quiere usted saber lo que pasa a continuación? ¿Quiere estar allí, cuando este criminal de toda la vida, este hombre terrible, temido por todos y abrumado por sus pecados, descienda de la montaña? ¿Por qué tañen las campanas? ¿Quién ha llegado a la ciudad? Tiene usted que leer Los novios.
En la cuerda floja
Otra escena. Una plaga asola Lombardía. Y también el hambre. El santo cardenal de Milán, Federico Borromeo (1564-1631), ha vaciado sus arcas para ayudar a los pobres. Ha construido un refugio para los que sufren, un lazareto. En él, los sacerdotes y las religiosas hacen todo lo que pueden para alimentar a los enfermos, asistirlos, darles consuelo, proteger a sus hijos y enterrar a los muertos. Cien de los sacerdotes del cardenal morirán en este esfuerzo.
Uno de ellos, Fray Cristoforo, está junto al lecho de un hombre agonizante. Es, o era, un aristócrata. Su nombre: Don Rodrigo. El hombre tiene una fiebre altísima. No entiende lo que se le dice. Parece estar muriendo por su maldad.
De pie también hay un joven sastre, Renzo. El hombre que agoniza es su peor enemigo. Ha raptado a su prometida, y ahora ella está muriendo en algún lugar de ese vasto campo de enfermedad, o está ya muerta.
Ha jurado vengarse. "Si no la encuentro", dice, "veré de encontrar a otro. O en Milán o en su malvado palacio, o en casa del diablo, encontraré a aquel bribón que nos ha separado; a aquel malvado sin el que Lucia sera mía desde hace veinte meses y, si estábamos destinados a morir, al menos habríamos muerto juntos. Si existe aún ese, lo encontraré…".. Pero el sacerdote le interrumpe.
No lo hace con palabras tiernas. La muerte y el juicio están por todas partes ¡y en el infierno hay mucho sitio! "¡Desgraciado!", le dice el sacerdote. "Mira quién es Quien castiga. Quien juzga y no es juzgado. Quien flagela y perdona. Y tú, gusano, ¡tú quieres hacer justicia! ¿Lo sabes, tú, lo que es la justicia?" Y con estas palabras, no un bálsamo sino un fuego purificador, marca el alma del muchacho, le arranca de su egoísmo y lo deja desnudo ante la atroz medicina de Dios.
Allí estaban ambos, el joven y el sacerdote: uno, joven superviviente; el otro, a punto de morir por la enfermedad. Y en el lecho, el hombre malo, origen de tanta desdicha.
"Desde hace cuatro días está aquí, como lo ves, sin dar señal de juicio", dice el sacerdote. "Quizá el Señor está listo para concederle una hora de arrepentimiento, pero quería que tú se la rogases; quizá quiera que se lo ruegues con esa inocente; quizá merezca la gracia sólo tu oración, la oración de un corazón afligido y resignado. Quizá la salvación de este hombre y la tuya dependen ahora de ti, de tu sentimiento de perdón, de compasión… ¡de amor!".
¿Qué sucede entonces? Tiene usted que leer Los novios.
¿Dónde están lo que son como él?
Cuando Alessandro Manzoni murió a la edad de 88 años, toda Italia lloró. Si usted va a Lecco, verá en Piazza Manzoni una estatua monumental dedicada al autor: un anciano sentado con un libro, su cabeza ligeramente inclinada, como si estuviera pensando con amabilidad en la grandeza y la locura del hombre, y en el amor de Dios, que derrota a toda maldad.
Monumento a Manzoni en Lecco. Foto: Menegazzo.
O si va usted a Milán, puede ir al Cimitero Monumentale, donde está su tumba. O le puede preguntar a los alumnos de los colegios e institutos italianos sobre Renzo y Lucia, y felices responderán a sus preguntas. Porque en Italia Los novios no sólo se estudia, sino que también se ama.
En los países de habla inglesa no hay un autor que ocupe el lugar que Manzoni ocupa en Italia. Sin embargo, a él no le gustaría que acabáramos alabándole. El único y verdadero hombre, como Manzoni bien sabía, es Cristo. Por lo que terminaré con unos versos de un himno que él escribió en honor de la Resurrección:
Ha resucitado: su sagrada cabeza
ya no yace sobre el sudario.
Ha resucitado: a un lado
de la tumba solitaria
está la lápida caída.
Como un hombre embriagado
el Señor se despertó.
Tomado de Catholic Education Research Center.
Traducido por Elena Faccia Serrano.