El pasado mes de agosto se cumplió el 450 aniversario en que Felipe II puso la primera piedra del gigantesco monasterio de San Lorenzo de El Escorial, a los pies del monte Abantos, en la madrileña sierra de Guadarrama, considerado la Octava Maravilla del Mundo. Diseñado por el arquitecto Juan de Toledo, en el período de transición entre el plateresco renacentista y el clasicismo desornamentado, la dirección de obra corrió a cargo, entre otros arquitectos, de Juan de Herrera, que le imprimió su propio modo de hacer, dando origen al estilo herreriano, del que El Escorial constituye su máximo exponente. El estilo herreriano se caracteriza, principalmente, por su rigor geométrico, predominio del muro sobre el vano y ausencia de decoración.
Este monasterio, de enormes proporciones, fue a la vez, palacio real, basílica, panteón de reyes, reinas, princesas e infantes, centro de estudios con su grandiosa biblioteca y, lógicamente, monasterio propiamente dicho, con numerosísimas celdas, que regentaron, inicialmente, los monjes jerónimos, y actualmente lo ocupan los frailes de San Agustín, aunque la parte no estrictamente religiosa y docente, está convertida en un extraordinario museo de la Casa de Austria, que dirige Patrimonio del Estado, propietario de todo el complejo.
Por otro lado, el Monasterio de El Escorial es una muestra significativa de la alianza de Trono y Altar, que hoy repudiaríamos, pero en su tiempo, en plena efervescencia protestante, era la norma común en todos los reinos del mundo cristiano, fuesen católicos, cismáticos o heréticos, dicho de ese modo a efectos meramente descriptivos.
Personalmente siento apego al Monasterio de El Escorial, más allá de mi admiración por su inmenso valor arquitectónico, artístico, pictórico e histórico, porque en el Colegio Alfonso XII, que dirigen los agustinos en un ala de este monasterio, reciben enseñanza dos nietas mías adoptadas, una china, de 8 años de edad, más lista que el hambre, y otra vietnamita, de 4, a plena satisfacción de los padres. Espero que pasados los años no salgan rebotadas, como don Manuel Azaña, que también estudio aquí, en régimen de internado, pero que salió enrabietado con los frailes. Su inquina a los hábitos y sotanas acabó haciéndola extensiva a los demás, a la mayoría de los cuales despreciaba, como si pensara, ensoberbecido, que los españolitos no se merecían la menor consideración porque no le habían reconocido el gran talento que estimaba que tenía. Hasta las cartas que escribía desde París, donde se hallaba becado, a L., le resultaban fastidiosas (L., ¿Lola?, la hermana de Cipriano Rivas Cherif, su secretario, amigo o lo que fuese, con la que terminaría casándose, el radical jacobino, nada menos que en la iglesia de los Jerónimos).
Releyendo ahora sus Diarios, en los que opina mal de casi todo el mundo, me pregunto si Azaña quiso alguna vez a alguien. Quizás por eso, en comandita con don Inda, y ocasionalmente con su enemigo el cacique de Priego, don Niceto, hicieron tanto daño a la República, que acabaron hundiéndola.