A Felipe no lo dejaron ir a jugar fútbol esa noche. Su señora estaba embarazada de ocho meses y pasaba todo el día con su hijo de dos años, lejos de Chile, de su madre y de las amigas que podrían haberle hecho compañía, mientras Felipe pasaba el día en la biblioteca de la universidad trabajando en su tesis doctoral, y además al perla se le había ocurrido organizar partidos de fútbol después del cierre de la biblioteca. La primera vez pasó, la segunda no; era demasiado. Esa tarde Felipe nos avisó de que la cancha estaba reservada pero que él no podría asistir. “¿Qué te pasó?", le preguntamos. La cara de circunstancias que puso nos permitió adivinar la causa del problema y, con la desvergüenza de los solteros (yo lo era entonces), le arrojamos las típicas tallas que hacen referencia a la falta de libertad de los casados. Entonces nos miró con una sonrisa y lanzó una lección con la que demostró que ya merecía ser doctor en Filosofía: “Aunque no lo crean, yo soy más libre que ustedes”.
Tenía toda la razón Felipe: su situación le imponía deberes que nosotros no teníamos, y al asumirlos se hacía más libre que nosotros. La tradición clásica cristiana ‒es decir, el pensamiento que hemos heredado de Grecia, Roma y el cristianismo‒ nos enseña que la libertad consiste en querer el bien. Por eso la libertad tiene dos “patas”. La primera es la capacidad de conocer aquello que objetivamente nos conviene o “nos viene bien” de acuerdo con nuestra naturaleza, y que entonces se transforma en un deber. La segunda es la voluntad que nos inclina a actuar en consecuencia con lo anterior. Conocer el bien y luego quererlo es una capacidad con la que no nacemos pero que podemos adquirir en la medida que formamos la inteligencia (capacidad de conocer el bien) y la voluntad (capacidad de querer el bien).
En el plano social, a lo largo de la historia han surgido concepciones erróneas de la libertad que consisten en enfatizar uno de sus aspectos en desmedro del otro. Por ejemplo, en las sociedades puritanas la autoridad obligaba a sus miembros a hacer lo correcto y lo importante no era que la persona quisiera el bien sino que a través de las leyes lo conociera y practicara. Es un enfoque que bajo ciertas circunstancias tiene validez, por ejemplo en la crianza y educación de los hijos pequeños: si mi hijo no quiere comer tendré que obligarlo, pero mi deber último es enseñarle por qué debe comer y entrenar su voluntad para que quiera hacerlo; en otras palabras, debo prepararlo para que algún día coma libremente. Hacer el bien por obligación no es propio de personas maduras, es decir, “libres”.
En las sociedades occidentales de hoy se vive el extremo inverso. El progresismo sostiene que no existe el bien objetivo (aquello que nos “venga bien” por naturaleza), por lo tanto la libertad consiste en el mero ejercicio de la voluntad, es decir, desligada de la razón, la moral, la religión, las tradiciones y cualquier cosa que se oponga al “yo quiero”. La libertad queda así desnaturalizada, convertida en “autonomía”, lo cual significa “yo me doy mis propias normas de comportamiento”. Pero la naturaleza es implacable y la voluntad no se dirige sola, necesita referencias, y si no se las proporciona la inteligencia las toma de lo primero que encuentra: las emociones, los sentimientos, las pasiones, el placer (que hemos de procurar) y el dolor (que hemos de evitar). Por eso el prototipo de hombre actual ‒que el progresismo nos presenta como el “hombre libre” o “liberado”‒ se parece a un niño mal criado, caprichoso y consentido; el hombre moderno es inmaduro, incapaz de asumir compromisos o, al menos, de cumplir los pocos compromisos que adquiere, pues cede ante el primer problema o tentación como el niño que abandona una tarea a la vista de un dulce.
En contraste, la Tradición nos enseña que el hombre conquista su libertad, en el plano individual, haciendo lo que debe para conservarse en la existencia: trabajando, descansando, alimentándose, evitando los excesos en la comida y la bebida; y en el plano social, estableciendo vínculos con otros mediante compromisos que honra a pesar de las dificultades: con su familia, con su Patria, con Dios. El hombre verdaderamente libre reconoce sus deberes y se entrega gustoso a la tarea de cumplirlos de la mejor manera posible; hace el bien porque quiere, no porque le guste (aunque a la larga le gustará), o porque le permita obtener una ventaja económica, o porque lo obliguen, sino porque es lo correcto y punto. El camino a la libertad está así pavimentado de deberes, no de derechos como cacarean los progresistas de izquierda y de derecha.
¿Difícil? Claro, porque la naturaleza humana tiene oscurecida la inteligencia y debilitada la voluntad (“pecado original” le llama la tradición judeocristiana). Por eso era necesaria la Redención, que nos enseña el bien y nos da la Gracia que nos facilita quererlo, y que comenzó precisamente con el más auténtico acto de libertad por parte de Aquella que se reconoció “Esclava del Señor” haciendo suya la voluntad del Padre.