El multiculturalismo ha entrado de nuevo a ocupar la atención de analistas, medios de comunicación y dependencias gubernamentales de países europeos, americanos y, en menor medida, asiáticos. En entrevista para el diario ABC español (3 de febrero de 2008), los daneses Karen Jespersen y Ralf Pittelkow han evidenciado los factores de discordancia que siguen suponiendo políticas de gestión de la diversidad cultural como el multiculturalismo. De hecho, en su libro “Los islamistas y los ingenuos” (“Islamister og naivister”) critican ferozmente el concepto de multiculturalismo y la falsa integración de los extranjeros o hijos de extranjeros que se establecen en Europa, especialmente musulmanes. Ciertamente las respuestas de Jespersen y Pittelkow ameritan precisiones puntuales en cuanto a la concepción de los valores auténticamente tales, en la identificación de los valores que ellos consideran propios de Europa y en lo tocante a la relación entre libertad de expresión y respeto a la religión (uno y otro llaman derecho a criticar la religión, a las burlescas caricaturas del Jyllands-Posten sobre Mahoma entendiendo por libertad de expresión una mala expresión de la libertad). Hace unas semanas, tras años de promoverla en lo secreto, exponentes musulmanes del Reino Unido han impulsado una campaña abierta que pretende la entrada en vigencia de la sharia de manera que los musulmanes puedan legislar en ese país a partir de ella. The Sunday Telegraph (10 de febrero de 2008) reportó dos comentarios significativos y de peso que manifestaban la polarización de la sociedad que en este campo suscitaba la polémica iniciativa. Por un lado el primado de la Iglesia anglicana, Rowan Williams, haciendo ver –según él– “la inevitabilidad de la adopción de algunos aspectos de la sharia o ley islámica en Gran Bretaña”. Incluso, como reportaba la BBC en su portal de internet (11 de Febrero de 2008), defendió su apertura a la ley islámica ante el Sínodo general de la Iglesia de Inglaterra diciendo que es justo considerar la preocupación de las otras comunidades religiosas. Por otro lado, el cardenal arzobispo de Westminster, Cormac Murphy-OConnor, expresaba su oposición al afirmar: “Yo no creo en una sociedad multicultural”. No nos entretenemos en el debate de licitud y validez que sugiere este tema pero sí destacamos el hecho real y no exclusivo que constituye, hoy por hoy, la realidad de muchos países: la pluralidad cultural. El dato de hecho nos remite a la necesidad de una gestión del mismo. Y es que, aunque se suela confundir, multiculturalismo no es lo mismo que pluralidad cultural. La pluralidad cultural es la realidad que se necesita gestionar. El multiculturalismo es un modo, una política de gestión de la pluralidad de las culturas. ¿Es el único y es válido? No. Hay otras maneras de encauzarlo, si bien también deberíamos examinar su validez. Así están, por ejemplo, la política de la asimilación donde el extranjero debe uniformarse a la cultura de la nación que lo aloja renunciando, de algún modo, a la anterior. A cambio recibe todos los derechos civiles. La asimilación limitada trata de favorecer una asimilación lenta; se tolera el que se conserven aspectos de la cultura anterior. El “Meeting post” afirma la asimilación y unidad progresiva de todos. Es decir, no es necesario obligar a los ciudadanos que llegan adopten apenas hacerlo el todo de la cultura que les recibe. El multiculturalismo, por último, privilegia el derecho de ser irreductiblemente diversos haciendo de un construido “derecho” a la diversidad un absoluto. Siendo así, ¿qué problema plantea el multiculturalismo? Primeramente es una utopía. Una sociedad implica unidad, una cohesión que camina junta al mismo destino. El multiculturalismo promueve la división, infravalora la unidad y lleva a la creación de grupos-clanes cerrados. Empero, el error más grave se evidencia en el relativismo sobre el que se cimienta y a partir del cual sigue construyendo. ¿Y es que no todas las culturas son iguales? Más que a la igualdad, el relativismo nos remite a una valoración de la verdad que hay o no en ellas. Es innegable reconocer los valores universales que muchas de ellas poseen. Sin embargo, no queda dicho que todas las manifestaciones propias sean dignas de respeto y mucho menos que debamos promoverlas y tolerarlas. ¿Quién estaría dispuesto a que se coman a su madre sólo porque en la cultura de los caníbales eso está bien visto? ¿Quién permitiría que apedrearan a su hija porque tuvo una relación fuera del matrimonio sólo porque esa es una manifestación de la cultura islámica? ¿Haría estallar a su esposa sólo porque en la cultura “X” inmolarse es una muestra de fe? ¿Está bien que maten a las niñas sólo porque en tal cultura prepondera el patriarcado o se pueden tener sólo cierto número de hijos? Las culturas no son iguales. Unas son más perfectas y otras son perfeccionables; unas son ricas y otras pueden enriquecerse. No es imponer el proponer la verdad a quienes aún no la conocen en plenitud. Al contrario, es un rasgo de solidaridad e interés por el hombre. El tema del multiculturalismo vuelve a estar en el punto de mira. Es verdad que las discusiones en congresos, debates o foros, mientras busquen la verdad, ayudarán de algo para llegar a conclusiones que marquen pautas de acción. Pero, en definitiva, de nada servirán mientras no se evidencie la necesidad de construir una civilización donde los auténticos valores liderados por el bien y la verdad ordenen y funden cualquier política encaminada a gestionar la diversidad cultural. El peligro de errar en una aplicación viciada como el multiculturalismo tiene sus consecuencias negativas. Aún se está a tiempo de re-encauzar los caminos y sentar cimientos. Después, quizá sea demasiado tarde. Jorge Enrique Mújica, L.C.