Hace 367 años una noticia asombró a media Europa y reclamó el interés del Rey Felipe IV de España, de la Santa Sede y de la mayoría de los reinos de occidente. De boca en boca circulaba como la pólvora un suceso inverosímil y desafiante. Algo mágico y extraordinario. Irreal. Humanamente imposible. El romance popular decía: Miguel Pellicer/ vecino de Calanda/ tenía una pierna/ muerta y enterrada./ Dos años y cinco meses,/ cosa cierta y probada,/ por médicos cirujanos/ que la tenía cortada… La historia es la siguiente: un joven de veintitrés años llamado Miguel Juan Pellicer, vecino de Calanda, población situada en el bajo Aragón, había sufrido un accidente en el campo mientras recogía trigo. Una rueda de carro pasó por encima de su pierna derecha haciéndola añicos. Completamente gangrenada, le fue amputada cuatro dedos por debajo de la rodilla en el hospital público de Zaragoza. Los cirujanos que le atendieron se pusieron manos a la obra para cauterizar el muñón con un hierro al rojo vivo. La pierna fue enterrada, como era costumbre, en el cementerio del hospital. En aquella época había un acentuado sentido espiritual por el cual se consideraba que el cuerpo estaba destinado a la resurrección, así como todos sus miembros, y que por lo tanto las partes mutiladas debían ser tratadas con respeto, y no como simple elemento de desecho. Por ese motivo se encargó al practicante del hospital Juan Lorenzo García, enterrar la pierna “en un hoyo como un palmo de hondo”, de unos veintiún centímetros, medida típica aragonesa. Tras abandonar el hospital con una pierna de madera y dos muletas, Pellicer se vio abocado, para poder sobrevivir, a pasar del prometedor oficio de agricultor a un mendigo de los muchos que había por entonces. Logró el permiso de los canónigos del Pilar para pedir limosna a la puerta del Santuario, siendo provisto de un documento especial que le asignaba la categoría de “mendigo de plantilla”. Cada mañana Miguel Juan realizaba el mismo ritual. Tras asistir a la Eucaristía en la llamada Santa Capilla, se acercaba a una de las lámparas de la iglesia, cogía un poco de aceite y se frotaba el muñón varias veces a modo de masaje. Salía a la calle y se colocaba en la puerta del templo con la prueba de su desgracia bien descubierta, lo cual despertaba la compasión y simpatía de los cerca de ocho mil personas que se acercaban todos los días a visitar a la Pilarica. Para una ciudad tan pequeña como la Zaragoza de entonces, con una población que apenas llegaba a las 25.000 personas, no era de extrañar que Pellicer, colocado siempre en la arteria principal de circulación, como era el Pilar, con su muñón al aire en un cuerpo joven y robusto, llamará la atención y fuera conocido por casi todos los mañicos del lugar. El joven lisiado decidió un buen día poner fin a la dura vida de mendigo que había llevado durante dos años, para tomar rumbo a la casa de sus padres en Calanda e intentar reconducir su existencia con más dignidad. Ya en su hogar, el 29 de marzo de 1640, sucedería algo extraordinario que más tarde sería calificado como el gran milagro, o el milagro de los milagros. Entre las diez y las once de la noche, mientras dormía plácidamente, le fue reimplantada repentina y definitivamente la pierna derecha que dos años antes le habían amputado. No tuvo lugar un crecimiento de la pierna, sino una reimplantación de su miembro. Un suceso único en el mundo y difícil de asimilar. Tras notar “una fragancia y un olor suave nunca acostumbrados allí”, la madre de Miguel Juan alertó a su hijo de tener dos pies, “uno encima de otro, cruzados”. El revuelo en la casa contagió al vecindario y, éste, lógico, al pueblo entero. En casa de los Pellicer no cabía un alfiler. Había un alboroto festivo. El joven comentó que cuando le despertaron soñaba que “estaba en la Capilla de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza untándose la pierna derecha con el aceite de una lámpara, como lo había acostumbrado cuando estaba en ella”. Pellicer no dudó un instante en atribuir la reimplantación de su miembro a la intervención de la Pilarica: “Antes de dormir me he encomendado muy de veras a la Virgen del Pilar”. Dos cirujanos, Juan de Rivera y Jusepe Nebot, fueron los primeros médicos en certificar, en la propia casa del protagonista, que ese suceso extraordinario e inverosímil no tenía explicación científica. A las pocas semanas la historia de Calanda era la comidilla de media Europa y se reclamaba más información de los hechos. Se configuró como el tema estrella en muchas de las tertulias de entonces, aunque la transmisión oral de la misma no se ajustaba siempre a la realidad de los hechos, siendo enriquecida o transformada según la habilidad creativa del orador. Ante la magnitud del asunto, el alcalde de Zaragoza, respaldado por todos sus regidores, solicitó formalmente a la Iglesia que abriera una investigación para esclarecer esos hechos, y se calificara de milagro “hecho por la madre de Dios del Pilar; de la restitución de una pierna, que a un pobre mozo de Calanda le cortaron en el Hospital de Nuestra señora de Gracia…”. El arzobispo de Zaragoza, Don Pedro de Apaolaza, aceptó la petición del municipio y abrió formalmente el Proceso a dos meses y una semana de transcurrir el suceso. Su preocupación por la transparencia hizo que el Proceso fuera público y que la trascripción de todos los interrogatorios, objeciones, deducciones y otros testimonios fueran publicados con celeridad, y en lengua vulgar, o sea el castellano, para que toda la población tuviera acceso directo a esas investigaciones, pudiendo intervenir en el mismo para matizar o contradecir datos o testimonios. El 27 de abril de 1641 el arzobispo de Zaragoza firmaría la sentencia: “Declaramos que a Miguel Juan Pellicer, de quien se trata el presente Proceso, le ha sido restituida milagrosamente la pierna derecha, que antes le habían cortado; y que no había sido obra de la naturaleza, sino que ha obrado prodigiosa y milagrosamente; y que se ha de juzgar y tener por milagro por concurrir todas las condiciones que para la esencia de verdadero milagro deben concurrir…”. Ante semejante relato es comprensible adoptar una cierta incredulidad, un arqueo de cejas o un semblante taciturno. Rompe todos los límites naturales y mentales. Es como un puñetazo que va directo a la razón. Es la manifestación del poder de Dios en toda su plenitud. Como decía Pascal: “El Dios cristiano ha determinado dar la suficiente luz a quien quiera creer, pero también el proporcionar la suficiente oscuridad a quien no quiera hacerlo. Si se nos descubriera por entero, no tendría mérito alguno por nuestra parte adorarlo. Si se escondiese del todo, la fe resultaría imposible…”. El milagro de Calanda es, posiblemente, el suceso más claro en donde Dios abandona su continuada penumbra para hacerse visible a la humanidad.