La advertencia del Evangelio sobre la llegada del “ladrón”, pillando por sorpresa al dueño de la casa, parece no haber sido entendida, ni estar recibiendo la atención que merece cuando el ladrón está a la puerta.
¿Como sabemos que “el ladrón” está a la puerta? Porque es un “ladrón” muy especial: Aunque no comunique ni el día ni la hora, que sólo el Padre conoce (Mt 24, 36), se molesta en avisar que viene y, sobre todo, nos ha mandado por delante a su Madre para que las cosas no nos cojan por sorpresa. De manera que, si no atendemos a los cientos de mariofanías y de revelaciones que insisten en la cercanía – inminencia ya – de la Segunda Venida del Señor, somos quizá correctos eclesiásticamente, pero bastante imprudentes cara al Cielo. A la Señora, todavía, se le puede dar con la puerta en las narices. (Como se ha hecho para desgracia de España en el caso de Garabandal). Ella no fuerza las cosas. Es la paciencia y la perseverancia encarnadas. Pero es dudoso que ese trato dado a su precursora y preparadora, convertido en hábito bajo distintos pretextos, le guste a su Hijo. Por ello no es honesto aducir textos del Evangelio, sacándolos de su contexto. Porque el mismo Jesucristo que reserva al Padre el conocimiento exclusivo del día y la hora, es el que exhorta a interpretar sin desmayo los signos de los tiempos (Mc 13, 28-29). Nuestra fe cristiana es “fe en el tiempo, no destinada a ocupar espacios sino a impulsar procesos”: es cierto. Pero esto no puede entenderse al modo hegeliano sino dentro del horizonte teocéntrico.
Por algo Jesús llamó hipócritas a quienes no reconocían su tiempo (Lc 12, 54-56) y hoy seguramente les llamaría algo peor. Lo explicó muy bien el beato Henry Newman – en su cuarto sermón sobre el anticristo - al confesar que “toda generación de cristianos debería escrutar el horizonte desde una atalaya, cada vez más intensamente a medida que el tiempo transcurre…” Casi dos siglos más tarde, ese “escrutar cada vez más intensamente el horizonte” que debería estar en su punto álgido ha sido, por el contrario, relegado. Lo cual es otro signo añadido.
En realidad, lo que el Señor reclama con insistencia es que nos preparemos, porque Él está cerca. La frase clave sobre el ladrón dice exactamente: “Entendedlo bien: si el dueño de la casa supiese a que hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa” (Mt 24, 43). Si el dueño lo supiese. Si estuviese prevenido. Si estuviese atento a los signos de los tiempos… No cabe interpretar que no merece la pena estar expectantes de la Parusía porque “solo Dios sabe la hora”, sino todo lo contrario: La forma condicional empleada por el Señor “si supiese” deja abierta la posibilidad de que el dueño de la casa pueda llegar a saberlo. No el día y la hora reservados a Dios, pero sí el tiempo aproximado, generacional, porque reconocerlo es un factor determinante para la preparación de hombres aptos para un Reino nuevo, regenerados por María y alumbrados de su seno.
Escuchemos al mismo Jesús: “¿Avisa el ladrón al dueño de que va a entrar en la casa? Bien, pues Yo soy ese Ladrón de Amor, que aviso al dueño de mi Venida para encontrarle dentro y que esté prevenido. Locura, locura de Amor por vosotros. Fuera de lógica, fuera de lógica humana, no lo podéis entender según vuestra carne. Entendedlo según el Espíritu” (VDCJ, 26-01-2001, página 193). Así que el ladrón sí que avisa, y avisa de manera inequívoca. Pero ni aun así consigue ser escuchado. Esfuerzo perdido para la mayoría. La cantinela es la de siempre: “¿Cómo sabemos que es realmente el Señor quien dice eso? ¿Por qué tenemos que fiarnos de mensajes dados a gente sencilla?
Siempre existe riesgo cuando se presta confianza a revelaciones privadas. Pero fue San Pablo quien nos exhortó a no extinguir el Espíritu, a examinarlo todo para quedarnos con lo bueno (1 Ts 5, 19-22). Porque es ya tiempo de tomar decisiones. Lo que hagamos o no hagamos ahora, tendrá consecuencias inimaginables. Quien espere a “verlas venir” encontrará la puerta cerrada. Por eso confiamos en aquellos mensajes acordes con las exigencias de la fe rectamente formada y de nuestra conciencia. Ello supone abrazar el sentido real del Evangelio, completo y sin exclusiones ni modas; desechando tergiversaciones provistas de enorme poder dialéctico y emocional. Conjugar las actitudes de encuentro, de amor misericordioso, con las de testimonio y denuncia profética, siempre en virtud del contexto – es decir, distinguiendo al prójimo (al que hay que amar) de las estructuras de pecado (que hay que rechazar sin la menor concesión). Distinción y ubicación siempre complejas; imposibles sin el auxilio de la gracia. Conjugación difícil y prácticamente imposible sin base escatológica: Porque la conciencia del tiempo es la que hace posible estar y actuar en el mundo (Jn 17, 18) y, al mismo tiempo, escapar de Babilonia (Ap 18, 4).
¿Por qué insistimos tanto? Insistimos porque es el Señor quien urge, con acentos apremiantes, para que llamemos a nuestros hermanos a prepararse para su Venida: “Vete, ve y anuncia al mundo mi inminente Venida. Ve y diles que estén convertidos, que se conviertan para ella, porque llegará el día y no os encontraré preparados. ¿Dónde están los que deberían haberse salvado por vuestro medio?”(VDCJ, 04-03-2002, página 288). Los que conocen el gancho del Señor en estos mensajes saben que las llamadas interpelan directa y personalmente al corazón. No pueden eludirse. Y son inequívocas respecto al tiempo que vivimos: “Sois la generación que ha de ver mi Reino nuevo. Sois la generación del Amor, la que verá triunfar el Reinado de los Corazones de Jesús y María: Cristo en todas las almas y en el mundo la paz” (VDCJ, 30-04-2002, página 300). Más claro el agua. Reconocer la dimensión escatológica de nuestro tiempo no es sólo un privilegio, sino, sobre todo, es una oportunidad excepcional de salvación.
No se trata de especular sobre los cuandos y los cómos. No estamos ante un fenómeno para curiosos o especuladores espirituales. Estamos ante una llamada directa a cada uno de nosotros para que retornemos, de la mano de la Madre, al Amor que nos espera con los brazos abiertos. Para que volvamos a nacer, regenerados en el seno de María que nos re-hace con sus propias manos: “Vasos nuevos”, “corazones de carne”, “vírgenes prudentes” y “dueños de casas aseadas” donde Jesucristo podrá entrar como Rey. Sabemos que éstas son las últimas llamadas antes de que se cierre la puerta (Mt 25, 1012) tras la llegada del novio-ladrón; y eso nos impulsa a reproducir, una vez más, llamamientos que, como saben los lectores de ReL, eran suficientemente explícitos en artículos anteriores.
Es el Señor quien prorroga los tiempos para recoger a los rezagados. Hacerle eco se convierte en deber ineludible, por encima de cualquier consideración de prudencia, de respetos humanos, o de connivencia comunitaria o institucional.
Ocuparse del “ladrón” que llega consiste específicamente en preparar el alma “para que pueda robárnosla” el día de la cosecha. Consiste en abrirle las puertas de nuestro corazón, curado por María, para que entre y lo funda con el suyo. Nuestro refugio definitivo, durante la tribulación ya comenzada, es ese Sagrado Corazón que hoy está llamando a nuestra puerta casi con desesperación, porque el tiempo disponible concluye. Es temerario esperar a que el drama que sufren otras cristiandades se reproduzca aquí y nos despierte. Si fuese posible transferir este convencimiento, nadie dudaría ni un instante.
Ocuparse del ladrón que llega significa aceptar la mano que nos tiende la Reina: Un solo gesto, una sola mirada, un solo suspiro y Ella facilitará la reconciliación. Es Ella la que empuja hoy al reencuentro con su Hijo – a una confesión bien hecha - a la auténtica fusión eucarística, a la transformación completa. No hay ningún otro camino verdaderamente practicable. Y por ello debemos romper a cualquier precio los prejuicios de racionalismo, de suspicacia anti-mística o de presunta corrección eclesiástica, que levantan barreras, a veces infranqueables, ante la Señora.
Ella está aquí, entre nosotros, para avisarnos de la inminente Venida de su Hijo y para prepararnos personalmente. Y es, sencillamente, suicida, despreciar, ahora ya “in extremis”, un esfuerzo tan entrañable como definitivo.