España está viviendo momentos importantes y complejos. No descubro nada nuevo que no esté en la mente de todos. Movimientos y dinamismos de muy diverso género están activos, más de lo que parece. ¿A dónde vamos? No es claro –al menos yo, personalmente, no lo veo claro– hacia dónde nos dirigimos. Existen muchos intereses, sin duda legítimos y valiosos, y visiones contrapuestas y encontradas, sin duda ricas. Pero lo que sí tengo muy claro es que formamos un gran pueblo, que soy una insignifi cante parte de un gran pueblo al que quiero con toda mi alma y que las gentes de ese pueblo, España, en un conjunto tan diverso, variado y viviendo situaciones tan distintas la coyuntura presente, están dando un ejemplo de madurez y responsabilidad admirables.
Esto, además de otras cosas, me hace mirar el presente y el futuro con una gran esperanza: y así lo digo a quienes me preguntan por España. De lo que sí estoy convencido es de una cosa: entre todos, entre todas las fuerzas sociales, religiosas, culturales, políticas, entre todas las regiones... entre todos, en suma, arrimando todos el hombro, aportando lo que cada uno, cada pueblo, cada grupo y cada sector de la población es, ofreciendo y poniendo a disposición de todos lo mejor de cada uno, la riqueza que le constituye, edifi caremos un proyecto común abierto a la esperanza, renovado, rico y enriquecedor, no ajeno a nuestra historia.
En la tesitura en que nos encontramos no puedo dejar de mirar particularmente a la Iglesia, a los cristianos, de manera muy directa y concreta; y, por ello, no puedo soslayar una pregunta que me hago, que otros me hacen muchas veces y que trato de responder una y otra vez con toda honestidad, libertad, sencillez, amor y con toda responsabilidad y compromiso personal: ¿qué puede hacer, qué debe hacer, la Iglesia ante la encrucijada en la que se encuentra España?, ¿cuál ha de ser su aportación? La Iglesia, en un pasado reciente, en el de la así llamada «Transición», jugó un papel fundamental y clave; estuvo a la altura de las circunstancias. Ahora también lo está jugando, sin duda alguna: basta enumerar su papel a través de personas concretas y de sus instituciones al servicio de los hombres –por ejemplo, Cáritas–, y, si cabe, más aún a través de su apoyo y su defensa de la familia –que está a la base de lo que somos y del edificio que formamos–. Pero su servicio primero e insoslayable es su fi delidad a lo que la constituye: la fe. Esto es mucho más que su obra social, porque de ahí depende y ahí tiene su origen esa gigantesca obra social. La Iglesia, los cristianos, no podemos estar ausentes, en cuanto cristianos, en cuanto Iglesia, de esta reconstrucción, en último término, humana y espiritual. Ni la Iglesia ni los cristianos podemos omitir nuestro servicio a la nueva España. Es un servicio al hombre que la Iglesia, desde la clave de humanidad que encuentra en Jesucristo, que posee en Él, no puede dejar de hacer en esta encrucijada de la historia. Este servicio se llama Evangelio, y evangelización.
La Iglesia no tiene otra riqueza ni otra fuerza que Cristo. No posee ninguna otra palabra que «Cristo»: pero ésta ni la puede olvidar, ni la quiere ni debe silenciar, ni la dejará morir; porque, con Él, ha apostado enteramente y sin condiciones ni intereses espúreos por el hombre. Ésa es la riqueza de los cristianos, y hemos de ofrecerla con tanta sencillez como transparencia, tanto en la vida pública como privada, sabedores por la propia experiencia de que es un bien inestimable para la vida de las personas y para la sociedad. Esta experiencia vivida de Jesucristo, Redentor, es un don, una gracia, y por eso sólo puede ofrecerse humildemente, como un gesto de amistad. No se impone, se muestra. Se ofrece como una invitación a la libertad. Tiene como métodos propios de comunicación el testimonio y el diálogo, y como criterio, el amor y la misericordia. Busca en todas las circunstancias el bien integral de la persona y trata de cooperar lealmente con todos en el esfuerzo por el bien común. Estos métodos separan al cristianismo de las ideologías; con ellos puede el cristianismo ofrecer una auténtica novedad a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Así, anunciar a Cristo, testificar a Cristo, es su mejor y mayor servicio a los hombres. Anunciar a Cristo, ser testigos del Dios vivo, «rico en misericordia», no es «sacralizar» ni «dominar» el mundo, ni «escaparse» de él es servirle y dar a Aquel que es la Buena Noticia para los pobres y que nos hace libres y hermanos. Se trata con toda sencillez de mostrar que los «pobres son evangelizados», aunque esto produzca escándalo, como en tiempos de Jesús; se trata de ser misericordiosos como nuestro Padre del cielo es misericordioso; se trata de ser coherentes hoy con la fe y la experiencia de Jesucristo, que es reconciliación y paz, misericordia y esperanza para todos.
Lo que los cristianos, la Iglesia, han de hacer y pueden ofrecer a los hombres de la España de hoy, como en todos los tiempos, es Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo. Hacia él únicamente se ha de orientar su espíritu. Él es la única dirección de su entendimiento, de
su voluntad y de su corazón. Hacia Él siempre, y especialmente en nuestro tiempo, ha de volver su mirada. La Iglesia vive de la certeza, clara y apasionada, de que ella ha de ofrecer a España, con todas sus fuerzas y en toda ocasión, el bien más precioso y que nadie más puede darle: la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda, don que está en el origen de la unidad espiritual y cultural de los pueblos que confi guran esta gran pueblo, y que todavía hoy y en el futuro puede ser una aportación esencial a su desarrollo e integración.
Por aquí debería andar la aportación de la Iglesia, insoslayable aportación, a la reconstrucción de nuestra España.
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