En mis años de estudiante en Roma tuve muchas ocasiones de participar en celebraciones litúrgicas presididas por el Cardenal Virgilio Noé. Nacido el 30 de marzo de 1922, fue ordenado sacerdote el 1 de octubre de 1944, al servicio de la diócesis de Pavía. En 1982 fue elevado a la dignidad arzobispal y en 1991 fue nombrado cardenal, titular de la iglesia de San Giovanni Bosco in via Tuscolana. En 1997, fue nombrado Arcipreste de la Basílica de San Pedro, del Vaticano, cargo del que se retiró en 2002. Mi primera estancia romana se extendió, con algunos intervalos, de 1995 a 1999. Tuve, pues, ocasión de asistir a numerosas celebraciones presididas por el Sr. Cardenal en la Basílica de San Pedro. Cuando se trataba de una solemnidad especial o de una fiesta destacada, siempre era él el celebrante principal. Pero, en los demás domingos, el Cardenal Noé no dejaba de estar presente, fiel a su servicio de Arcipreste de la Basílica. Creo que no exagero nada si afirmo, dejando a parte al Papa Juan Pablo II, que nunca había visto a nadie celebrar tan bien como al Cardenal Noé. Parecía dotado de un sentido innato de la Liturgia: de su majestad, de su belleza, de su santidad. Celebraba con exactitud, cumpliendo todas las rúbricas; con elegancia; con piedad, transparentando el sentido del Misterio que lo invadía. En una ocasión, un amigo, actualmente profesor de Liturgia en un importante centro, y yo mismo, nos encontramos con el Sr. Cardenal en la Plaza de San Pedro. Nos acercamos a él y, espontáneamente, le manifestamos nuestra admiración y nuestro agradecimiento. Con gran cortesía y humildad, el Cardenal Noé nos dijo: “Gracias por lo que me decís, pero lo que yo hago no es nada especial; es lo que la Iglesia quiere que se haga en todas las iglesias”. Nos sorprendió la respuesta, por la modestia que entrañaba, y por la conciencia clara que revelaba de lo que la Iglesia pedía a quienes celebraban la sagrada Liturgia. La última vez que vi al Cardenal Noé fue en la Basílica de San Pablo, con ocasión de la primera visita que hacía a ese templo el nuevo Papa, Benedicto XVI. Lo saludé con la devoción de siempre, y él correspondió también con la amabilidad de siempre. Se notaba ya el peso de los años, pero su dignidad seguía impactando. Recuerdo una vez, en San Pedro, que, al acabar las vísperas solemnes de un domingo, presididas por Su Eminencia, unos chicos españoles, con poco aspecto de frecuentar la Liturgia, quedaron tan admirados que me preguntaron: “¿Quién es ese Obispo?”. Estaban impresionados por su “ars celebrandi”, aunque ellos no supieran formular su estupor en estos términos. El Cardenal Noé es un entusiasta de la reforma litúrgica del Vaticano II. Un entusiasta del Papa Pablo VI – también de Juan Pablo II -. Es una prueba evidente de que la buena Liturgia no necesita, aunque pueda hacerlo, tal como ha permitido el Papa Benedicto, regresar al Misal de San Pío V para actualizar dignamente el Misterio. Guillermo Juan Morado