Un error muy repetido en la historia ha sido querer mejorar la persona, separándola de lo trascendente, de lo divino. En nuestro tiempo, detectamos bastantes manifestaciones que son inhumanas y nos hieren, como violencias, crueldades, abortos, injusticias, hambres, etc. Pero hemos de mirar más adentro. Resulta actual esta frase de Henri Heine: «Esto no es más que la manifestación exterior de una crisis más profunda, totalmente interna, pues "el pensamiento precede a la acción como el relámpago al trueno". Los acontecimientos se desarrollan en la realidad del espíritu antes de manifestarse en la realidad exterior, en la historia». Si se destruye en el alma del hombre algo tan básico como la atención a Dios, el valor profundo del prójimo como hijo de Dios, el respeto a las normas de comportamiento grabadas en nuestra conciencia por el mismo Dios, el resultado es la destrucción del auténtico humanismo, de la concepción del auténtico ser del hombre. Demasiadas destrucciones esenciales al hombre para que no se traduzcan en errores que engendran dolor y temor. Palpamos lo cierto que es lo afirmado hace generaciones de que «allí donde no hay Dios, no hay tampoco hombre». No hay «hombre auténtico» si no acepta nada que le trascienda. El humanismo ateo no puede llegar más que a la quiebra. Ante recelos equivocados, pero tan repetidos, hay que insistir en que «Dios no es solamente para el hombre una norma que se impone; es el Absoluto que lo fundamenta, el Amado que le atrae, es Lo Eterno que le prepara el único clima respirable, y es, en fin, esa tercera dimensión en la que el hombre encuentra su profundidad. Quien Le niega, no ve que Aquel al que rechaza es el que le da toda su fuerza y grandeza. En el límite de sus sueños de emancipación total, no se apercibe del servilismo que le amenaza. Cardenal Ricardo Mª Carles