De nuevo me refiero a la beatificación de 522 mártires el 13 de octubre en Tarragona. No oculto que esta beatificación, en la coyuntura concreta que atravesamos, suscita en mí sentimientos de ánimo renovado, de esperanza viva, de gozo no fácilmente descriptible, de sosiego y paz interior grande, de alegría y agradecimiento ante Dios por el don de la fe que sellaron con su sangre los mártires de la persecución religiosa del siglo pasado. ¿Por qué estos sentimientos? Varias razones, todas ellas importantes, muestran cómo Dios ha estado grande con nosotros, cómo hace grandes cosas en favor nuestro. El martirio, entre otras cosas, es signo que nos indica dónde se encuentra la verdad del hombre, su grandeza y su dignidad más alta, su sentido, su realización más auténtica, su libertad más genuina, amplia y plena, y el comportamiento más verdadero y propio del hombre inseparable del amor: por ello, el martirio es una exaltación de la perfecta «humanidad» y de la verdadera vida de la persona. El testimonio de los mártires, el martirio, atestigua «la capacidad de verdad del hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Es precisamente en este sentido en que los mártires son los grandes testigos de la conciencia, de la capacidad concedida al hombre de percibir, además del poder, también el deber, y por eso de abrir el camino al verdadero progreso, al verdadero ascenso» (J. Ratzinger).
En el martirio percibimos el espacio creado por la fe en Jesucristo para la libertad de la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder, en ese espacio y esa realidad se anuncia la libertad, de la persona que trasciende a todos los sistemas políticos. El martirio nos dice, en fi n, algo decisivo: que estamos llamados a la vida eterna, a estar con Dios, que es Amor y permanece para siempre: y que eso es, con mucho, no sólo lo mejor, sino lo que únicamente importa; sin la vida eterna ¿qué sentido tendría la vida?, ¿qué importa la vida sin el amor que permanece eternamente?; el martirio nos indica que no podemos malograr nuestra vida anteponiendo a su logro –que es la plenitud de la vida eterna y el Amor que no acaba– otras cosas u otros intereses. El seguimiento de Cristo es martirio, y por tanto el mártir es el que colma hasta la plenitud el sentido de este seguimiento: se entrega a sí mismo como testimonio de la palabra que en Cristo hemos escuchado. Los mártires son testigos eximios del amor de Cristo, de Él, que ha dado la vida por los hermanos: seguir a Cristo es dar la vida, corno Él, por los hermanos. Con el martirio se hace verdad tangible la necesidad de completar en nuestra carne los dolores y la pasión del Señor con la que nos ha redimido y hecho partícipes a los hombres del amor de Dios, de su perdón y de su gracia reconciliadora y restauradora. Los mártires son testigos eminentes de la caridad y de la santidad en la Iglesia. «Con su herida mortal», unidos al Cordero degollado del Apocalipsis –Cristo–, los mártires nos dicen que, «al final, los vencedores no serán los que matan» –no son los que matan–; «el mundo más bien vive gracias al que se sacrifica». El sacrifi cio del que se convierte en el Cordero degollado –y con Él los mártires– mantiene unidos al cielo y la tierra. De él procede la vida que da sentido a la Historia a lo largo de todas sus atrocidades y que al fi nal la transforma en un cántico de alegría» (J. Ratzinger). Por eso, damos gracias por el don de los mártires, porque la sangre de los gloriosos mártires de todos los tiempos, en concreto los 522 que
serán beatificados en Tarragona el próximo octubre. Hacemos memoria agradecida de la sangre de estos mártires derramada, como la de Cristo, para confesar el nombre de Dios; en ella se manifi estan las maravillas del poder divino; en su martirio, el Señor ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad su propio testimonio. Por eso la Iglesia quiere conservar y vivir la memoria de nuestros mártires de la persecución religiosa de los años 30 del siglo pasado. Ellos han sido y son una fuerza de la fe cristiana vivida hasta el extremo del amor, testigos singulares de Dios vivo que es Amor en la vida de los hombres.
Hay un aspecto inolvidable en estos mártires: son insignes colaboradores de la paz. Porque, en todo momento, ellos han servido –antes con su apostolado, y después con esa generosidad con que se entregaron– a la grandeza de la convivencia humana: porque murieron perdonando, no odiando. Ellos son hoy, y lo serán siempre, memoria viva, llamada y signo, garantía de una honda y verdadera reconciliación, que nos marca defi nitivamente el futuro: un futuro de paz, de solidaridad, de amor y de unidad inquebrantable entre todos los españoles, entre todos los hombres y pueblos. Así, ellos son lo mejor de la Iglesia y de nuestro pueblo. Con estas beatifi caciones, la Iglesia también quiere promover la unión de todos, porque ellos también la promovieron.
Trabajaron y murieron para unir y para crear las bases de entendimiento entre unos y otros. ¡Qué paginas tan bellas de amor, de perdón de reconciliación nos dejaron todos nuestros mártires de la persecución religiosa del siglo XXI! Sin duda, también todos ellos ofrecieron su vida por España, porque amaban a su patria y querían que los españoles viviéramos en paz unos con otros.
Que el testimonio y la intercesión de los mártires nos ayuden a vivir en el mutuo respeto de unos a otros y a educar en el conocimiento de Cristo y el amor al Evangelio, que proclama «dichosos a los que trabajan por la paz», nos muestra el camino del perdón y del amor nos desvela el rostro de Dios que es Amor.
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