Periódicamente vemos en los informativos de TV el asalto a las vallas perimetrales de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla por emigrantes africanos. O bien oleadas de pateras o de simples balsas neumáticas cargadas de subsaharianos, tan cargadas que a veces naufragan en pleno océano, que intentan llegar a nuestras costas en condiciones deplorables y damáticas. Y no solamente varones adultos, sino hasta niños o mujeres embarazadas seguramente por individuos innominados, porque la violación o la simple irresponsabilidad del “otro”, están por desgracia ampliamente extendida en grandes áreas del planeta, el África negra entre otras.
Pero esta afluencia de gente desesperada no es, como sabemos, exclusiva de España. En Italia sucede otro tanto o más, con la pequeña isla de Lampedusa convertida en un lazareto o muro de contención ante la avalancha migratoria indeseada. En Alemania tuvieron un problema similar con los turcos, y en general la Europa en su día próspera con la llegada masiva de europeos del Este. Y no digamos en Estados Unidos o Canadá con el arribo incesante de “espaldas mojadas”, pese a la vigilancia implacable de la “migra”.
Las imágenes de lo que vemos en nuestras lindes, parten el corazón, pero qué se puede hacer para remediar en lo posible tan dramática situación, más allá de la demagogia que emplean ciertos espíritus cándidos o maliciosos, que de todo hay. ¿Acoger sin más a tanto emigrante espontáneo? Con seis millones de parados, España en concreto no puede permitirse el lujo de admitir más indigentes sin preparación laboral alguna, para aumentar la carga ya muy peligrosa de la asfixiante losa del paro. Sería como si una barcaza sobrecargada de náufragos pretendiera salvar a los de otra barca ya hundida, y luego a los de otra, y otra, etc. El desenlace final del drama es perfectamente previsible: terminarían naufragando todos, perdidos y sin salvavidas en medio del océano.
El mal de todo ello está en sus orígenes, en los países antes colonias, que la gran mayoría han fracasado totalmente como naciones independientes tras su emancipación. Producto de la guerra fría, de la lucha encubierta o a veces directa, como en Angola y Mozambique, de la Unión Soviética contra Occidente, accedieron a la soberanía sin una preparación previa de cuadros humanos e instituciones que facilitaran su andadura sin el tacatá de la metrópoli. La URSS pensó que golpeando en las colonias, arruinaba a Europa Occidental, el principal aliado de EEUU. Sin embargo, les hizo un inmenso favor, pese a la resistencia que opusieron algunas potencias coloniales como Francia y Portugal a perder sus territorios ultramarinos. Pero liberadas todas ellas (Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, además de Francia y Portugal) de la pesada carga de las colonias, iniciaron un proceso de prosperidad jamás conocido hasta entonces, mientras que la Unión Soviética se arruinaba, entre otras causas, por pretender sustituir a las anteriores metrópolis. Como sostengo cada vez que afronto este tema, el colonialismo es un pésimo negocio para los países colonizadores, aunque algunos listillos se beneficien de ello.
¿Y qué pasó entretanto con las nuevas naciones supuestamente liberadas? Que cayeron todas en manos de sátrapas locales, que como nuevos jefes de tribu –tal vez ya lo eran antes-, se dedicaron –y lo siguen haciendo- a la rapiña de las riquezas nacionales, empobreciendo a sus gentes y malogrando el posible desarrollo de su propio país. La gente que huye de estos lugares, gobernada por tiranuelos de manos largas, tiene que ver el futuro muy negro, y no es ningún chiste malo, para emprender una odisea emigratoria arriesgadísima, en la que ponen en juego su propia vida, y exponerse a vagar de un centro de internamiento o asistencia a otro, a la mendicidad o a la delincuencia, con unas posibilidades mínimas de hallar un trabajo remunerado.
¿Se puede hacer algo por ellos? No sé, no conozco de cerca ese mundo de angustia, pero hay dos cosas que yo no haría: dar dinero a los gobiernos productores de emigración salvaje, porque sólo sirve para engordar a los “gordos” de sus gobernantes, y a ONGs de turismo “solidario”. En ese mundo de las ONGs de filiación incierta o, a veces, demasiado cierta, hay mucha golfería. De modo que, en caso de ayudar, hacerlo siempre a instituciones de Iglesia, como Manos Unidas –aunque no estaría de más que diera mejor cuenta pública de sus ingresos y gastos- y congregaciones religiosas con misiones en África. A través de estos canales, sabemos al menos que nuestras aportaciones, por pequeñas que sean, van a donde dicen que van a ir. Y rezar mucho para que estos países encuentre el camino de la paz y el buen gobierno de sus dirigentes. Quizás estoy pidiendo milagros pero no veo otras fórmulas para sacarlos del pozo.