En vísperas del último cónclave, el cardenal argentino que luego se convertiría en Papa había advertido: «Hay dos imágenes de la Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí misma, o la Iglesia mundana que vive en ella misma, de ella misma y para ella misma». El drama de la Iglesia católica de estos últimos decenios está condensado en esto. La Iglesia misionera, que parecía estar en el ápice de su impulso expansivo al inicio del Concilio Vaticano II, tuvo un derrumbe repentino y fue suplantada durante mucho tiempo por un Iglesia que se decía, y se dice, más "abierta"; pero tan abierta al mundo que lo veía salvado también sin conocer y acoger a Cristo y, por tanto, sin anuncio del Evangelio, sin conversión y sin bautismo; en resumen, sin misión.
Padre Piero Gheddo es un testigo extraordinario de este drama. Misionero desde hace sesenta años, ha vivido todas estas fases en primera línea, y las cuenta y analiza en este libro en el que se incluyen muchas revelaciones inéditas tomadas de las páginas de su diario. Especialmente, lo que pasó entre bastidores en la redacción de dos documentos capitales, en la que él participó intensamente: por un lado, el decreto conciliar sobre las misiones y por otro, un cuarto de siglo más tarde, la encíclica con la cual Juan Pablo II intentó reavivar en la Iglesia esa conciencia misionera que parecía a punto de perderse.
Padre Gheddo fue llamado enseguida para participar en el Concilio como experto. Rápidamente entendió que «la misión ad gentes estaba considerada la última o penúltima rueda del carro eclesial». La redacción de lo que se convirtió en el Decreto "Ad gentes" pasó por siete reelaboraciones sucesivas, y corrió el riesgo de ser cancelado del todo. A mitad del camino, todo el trabajo realizado hasta ese momento fue arrinconado, con la orden perentoria de redimensionarlo todo en un breve listado de "propuestas".
Pero la acción generalizada de convencimiento que realizaron los padre conciliares más comprometidos en este ámbito cambiaron el destino del documento. Entre estos padres conciliares había, recuerda padre Gheddo, «misioneros de la jungla a los cuales, con solo verlos, no se podía decirles que no». Ello no quita que «había en la comisión una cierta ansiedad, en alguno casi desesperación». El milagro tuvo lugar prácticamente al final del Concilio. Después de ulteriores y laboriosas redacciones, el decreto fue aprobado en la última sesión pública, con 2.394 votos favorables y sólo 5 contrarios, el nivel más alto de unanimidad jamás alcanzado.
Sin embargo, inmediatamente después del concilio, el sueño de un nuevo Pentecostés misionero cedió el paso a una realidad opuesta. Se reducía la obligación de evangelizar a compromiso social. Pero el Padre no ha mandado a Su Hijo a la tierra para escavar pozos, ni la Iglesia puede reducirse a una agencia de ayudas de emergencia. Para contrastar esta deriva, Pablo VI convocó en 1974 un sínodo sobre la evangelización. Y el año siguiente publica una exhortación apostólica, la "Evangelii nuntiandi", para reafirmar con fuerza que «el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente (…) mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios».
«Pero Pablo VI no fue escuchado», comenta padre Gheddo. Y también su sucesor Juan Pablo II, con la encíclica "Redemptoris missio" de 1990, chocó contra un muro de incomprensión, siendo obstaculizada antes incluso de ser escrita: es inútil, se objetaba, porque el Concilio ya lo ha dicho todo. En cambio, explica padre Gheddo, el Papa Karol Wojtyla quería precisamente decir en voz alta lo que el decreto "Ad gentes" había dicho de manera demasiado tímida y silenciosa.
Cuando Juan Pablo II hizo venir a Roma a padre Gheddo para confiarle la tarea de escribir la encíclica, para el misionero empezaron meses de un trabajo impresionante: «escribir, rezar, comer y dormir, nada más». Acabado un capítulo, se lo hacía llegar al Papa, que unos días después se lo enviaba con sus anotaciones al margen, escritas con lápiz o bolígrafo: aquí añade esto, explica mejor el concepto, cita este pasaje del Evangelio. Ultimada la primera redacción, se necesitaron una segunda y una tercera, a su vez enviadas “bajo secreto” a una serie de personas para recoger sus observaciones. La secretaría de Estado coordinaba todo, añadiendo sus comentarios, atenuando y eliminando las expresiones que juzgaba "no adecuadas para un Papa". Pero el estilo directo, "periodístico" de padre Gheddo, que el Papa Wojtyla había querido, está presente en buena medida en el texto. La "Redemptoris missio" es la encíclica mejor escrita de las catorce de ese pontificado.
Después llegó Benedicto XVI, también él un Papa con una gran sensibilidad evangelizadora. Y también él incomprendido por este motivo durante mucho tiempo. El 3 de diciembre de 2007, fiesta del misionero por excelencia, San Francisco Javier, la congregación para la doctrina de la fe pública una "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización" que inicia diagnosticando, con mucho realismo, la anemia misionera de la Iglesia actual: «Se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia». Sin embargo, tampoco este documento fue tenido en cuenta. «Ha sido prácticamente ignorado por la prensa católica y misionera», escribe padre Gheddo.
A pesar de todo, el libro termina con anotaciones llenas de confianza. A la caída de las vocaciones misioneras en el viejo mundo le corresponde la vitalidad de las jóvenes Iglesias, que se convierten en misioneras fuera de sus propios países. En África, en Asia, la expansión del catolicismo está más vivo que nunca. Pero son precisamente los líderes de estas jóvenes Iglesias quienes están convencidos de que el papel de los misioneros italianos, europeos, norteamericanos no debe ser relegado al pasado. Padre Gheddo cita las palabras de un obispo de Camerún: «Es cierto que tenemos una fe muy viva, y por ello damos gracias al Señor; pero es una fe emocional, superficial, que aún no ha penetrado en profundidad. Estoy convencido de que si no tuviéramos misioneros extranjeros, en veinte o treinta años estaríamos de nuevo bajos los arboles haciendo sacrificios a los espíritus. Los misioneros nos traen el respiro de la Iglesia universal, que tiene una historia y una tradición que nosotros no tenemos».
Con el Papa Francisco el desafío continúa. Y en este libro, el padre Gheddo nos lo cuenta como nadie antes de él había hecho.
*Del prólogo al libro "Missione senza se e senza ma" (Misión sin "quizás" y sin "peros"), EMI 2013, 254 páginas.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)