Nahomi había llegado hacia unos meses al centro de acogida para muchachas en dificultad. Tenía 14 años y estaba en el sexto mes de embarazo. Su historia estaba envuelta en un secreto impenetrable, nadie conseguía que soltara una sola palabra. Nos llegó por una concreta orden judicial. Desde el primer día nos sorprendió su temperamento tranquilo y alegre, pero no hizo saber nada de su pasado. Respetuosa y perfeccionista, consiguió rápidamente convertirse en la líder del grupo: en cuanto abría la boca, todas se callaban al instante. Además, estaba muy atenta a los detalles. Se ocupaba minuciosamente de la limpieza general, del cuidado de la cocina y, al hacerlo, exigía que ninguna de sus compañeras permaneciera inactiva y si era necesario alzaba la voz. Esperó con serenidad el momento del parto, que no tuvo complicaciones particulares, pero sufrió mucho porque las contracciones empezaron a la una de la noche y el niño nació a las ocho de la mañana: pesaba dos kilos ochocientos gramos.
Los primeros días Nahomi lo miraba como si fuera algo ajeno a su vida, lo tenía en brazos sólo cuando lo amamantaba. Poco a poco, al tomar conciencia de que era su hijo, empezó a no dejarlo nunca solo. Todo iba bien, su vida había vuelto a ser como antes del parto. En casa seguía imponiéndose como punto de referencia para todas las chicas, con un “estilo” aparentemente perfecto. Parecía verdaderamente una persona capaz de quererse y parecía cómoda en la casa. Pero he aquí que, repentinamente, un día me llaman a las tres de la tarde y me dicen: «Padre, Nahomi ha desaparecido con su niño».
Fue algo totalmente inesperado: un dolor agudo unido a la rabia hirió mi corazón. Aún no podía entender la razón de lo que había sucedido. Corrí hasta la Casita donde la responsable de las muchachas, con angelical ingenuidad me dijo: «Nahomi me ha pedido permiso para ir al bar a comprarse un zumo de fruta junto a su hijo, y en compañía de otra chica de la casa». En realidad, cuando Nahomi llegó al bar, no entró y encargó a su compañera que le comprara la bebida. Cuando la amiga salió, Nahomi había desaparecido.
¿Qué había pasado? ¿Un secuestro o el cumplimiento de un proyecto ideado por ella? Los días siguientes fueron muy duros, porque no teníamos ninguna noticia, ningún indicio. Después nos llegaron algunas voces: Nahomi se había escapado con la complicidad de un chico.
Me di cuenta entonces de que nos había engañado. Perfecta en su comportamiento, muy cordial con todos y afectuosa conmigo, en realidad nunca se había sentido parte de la casa. Vivía con nosotros, pero su corazón estaba en otro lugar. Ni siquiera el nacimiento de su bebé había sido un motivo suficiente para permanecer en la comunidad. Es el misterio de la libertad humana que fácilmente es determinada por la propia medida. Una provocación para todos. Su corazón no pertenecía a este lugar. Y cuando uno no pertenece, llega siempre el momento en que se aleja… pero el “padre” sigue esperándola. Durante estos años muchas hijas han elegido la “calle”, y cuando han tocado fondo han vuelto – algunas para morir de SIDA – en la Clínica San Ricardo Pampuri.
David, en cambio, es un niño que vive en la Casita de Belén número tres. Aquí quiero abrir un pequeño, pero significativo, paréntesis. La madre adoptiva de estos niños (10 en total) es Diana, una joven mujer de 28 años que está con nosotros desde que era adolescente, cuando formaba parte del grupo juvenil de la parroquia. Ha sido enseguida la verdadera protagonista de la Casita de Belén, viviendo todo el día con los niños y compartiendo con ellos cada detalle y circunstancia. Una mamá auténtica, que no sabe lo que es el descanso, porque para una madre el verdadero descanso es vivir con sus hijos. Sin ella, no existirían estos lugares de ayuda real y tan llenos de afectividad.
David, sin familia y con un temperamento hiperactivo, es la desesperación de las maestras en el colegio. Lo hemos mandado a una clase especial, para poder ofrecerle una atención adecuada. Tiende a hacer lo que quiere y no está tranquilo ni un segundo. A pesar de ello, es impresionante su afectividad. Abraza a cualquier persona que lo convierte en centro de su atención, y desea ser abrazado a su vez. Con Diana ha encontrado una verdadera mamá. Y nadie puede decir nada negativo de su “madre”, porque ¡David se enfada enseguida! Para él, Diana es todo.
Esta experiencia afectiva lo está transformando, hasta el punto de que nos hemos dado cuenta de su viva inteligencia, de algunas de sus aptitudes y de sus intereses. Le gusta el teatro y a menudo, después de comer, nos muestra su gran habilidad como presentador. Ama muchísimo la casa y cuando llega una persona nueva la coge de la mano, sin importar quien sea, y le enseña todas las habitaciones, dando las razones y explicando el sentido de cada detalle. Te enseña sus juguetes y te invita a jugar con él. Por último, con cierto orgullo, te enseña su habitación, que está muy ordenada. Es un espectáculo ver con cuanto entusiasmo hace todo esto. Es el entusiasmo que nace de una pertenencia, del hecho que tanto Diana como la casa son partes esenciales de su vida. Con David no sirve cerrar la puerta de casa cuando mamá sale, porque él nunca saldría solo a la calle. Lo contrario de lo que hizo Nahomi. Esto es lo que marca la diferencia a nivel educativo: el hecho de que nosotros ayudamos a los muchachos a experimentar lo que significa vivir una pertenencia real.
Hace unos días las chicas me invitaron a mirar la televisión con ellas. Pero el verdadero motivo era que querían pedirme si podían llamarme “papá”. Os dejo imaginar mi emoción. Unos días después, viendo a Norma, una muchacha desordenada y sucia, la llamé “chanchito” (cerdito). Y ella, inmediatamente: «Pero, ¡yo soy tu hija!». Me quedé tan sorprendido que cuando estaba a punto de caer en la tentación de utilizar de nuevo esa expresión, me mordí la lengua. Sólo partiendo de una relación de pertenencia es posible el cambio.
Para terminar quiero contaros un último hecho que me ha sucedido con Liz, una chica minusválida de 12 años, de la Casita de Belén. Vive pasando de la cama a la silla de ruedas. En estos últimos meses, gracias a la fisioterapia, está mejorando poco a poco. La asistía Elisa, una muchacha estadounidense, y Liz había mejorado mucho con esta relación, hasta el punto de que podía mantenerse sola de pie, e incluso dar unos pocos pasos. Cuando Elisa volvió a los Estados Unidos, Liz dejó de comer. Cambió, ya no sonreía, se sentía abandonada: este es el drama que puede pasar a veces con los voluntarios. Al saber la situación fui a dar un paseo con Liz. Estuvimos juntos un par de horas y con gran sorpresa por mi parte, en un determinado momento, Liz empezó a reírse, a mover los brazos, manifestando signos de vitalidad que durante un tiempo habían permanecido adormecidos. Volvió a comer. De nuevo, el sentido de pertenencia, despierto otra vez en ella, hizo terminar la “huelga de hambre”. Y, por fin, volvió a sonreír.
Cada día, después de la última procesión en la Clínica, visito todas las Casitas para estar con los niños y los ancianos. Este recorrido, cuando puedo hacerlo completo, me lleva casi tres horas, terminando hacia las 11 de la noche. Pero no es un sacrificio, porque ellos me necesitan, y yo a ellos. A menudo, en este recorrido, consigo recitar mientras camino el Santo Rosario. Experimento una gran alegría, la alegría de quien ha sido privilegiado por el Misterio, el de ser un padre para todos: para los niños, los ancianos, los enfermos terminales y las 170 personas que aquí trabajan. Un pueblo reunido en la fe que se educa a vivir la realidad, perteneciendo.
Deseo a todos la cosa más grande del mundo: la alegría de pertenecer a un cuerpo donde se genera la alegría de la paternidad. La política es importante, pero si no es el fruto de este respiro de pertenencia, su consecuencia será la muerte del “yo”. Nuestros hijos, todas las personas alrededor de nosotros, sonríen de nuevo sólo si nosotros respiramos a pleno pulmón la pertenencia al carisma que hemos encontrado en la Iglesia.
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(Traducción de Helena Faccia Serrano)