La carta de Francisco al fundador del diario La Repubblica, convertida en artículo de portada que ha dado la vuelta al mundo, ha propiciado todo tipo de comentarios. Pero uno que no se ha prodigado es que nunca habíamos escuchado tan claramente hablar a Francisco con palabras de Benedicto. El asunto es interesante por muchos motivos. Curiosamente, al tiempo que se verificaba un gesto de explícita continuidad en el camino de la Iglesia, redoblan los esfuerzos de quienes se empeñan en dibujar la grotesca imagen de un pontificado de ruptura.

No hablemos de impresiones sino de contenidos reales. En primer lugar recordemos que la idea de un atrio de los gentiles, en la que se inscribe con luz propia y contornos originales la respuesta de Francisco a Scalfari, fue lanzada en 2009 por Benedicto XVI durante su viaje a Praga, y que el propio Ratzinger había practicado el diálogo a campo abierto con notables intelectuales no creyentes como Habermas, Flores d’Arcais o Galli Della Logia. Pero es que además los temas principales de la misiva de Francisco son claramente ratzingerianos: el valor de la conciencia como camino para llevar una vida recta; la relación entre verdad, amor y libertad; el discernimiento crítico de la modernidad y la misteriosa relación entre judaísmo y cristianismo. El hecho de que Francisco utilice amplios extractos de la encíclica Lumen Fidei (que había provocado las preguntas de Scalfari) recalca y subraya la continuidad de la que venimos hablando. Esto son hechos, y no los delirios de Boff y compañía.

El fundador de La Repubblica ha entonado el aleluya porque, según él, nunca un obispo de Roma se había atrevido a ir tan lejos. Lástima que hasta ahora no hubiera escuchado (a fin de cuentas el conocimiento no es sólo cuestión de inteligencia sino también de afecto) pero es una buena noticia que por fin a cierto mundo laico se le hayan caído las escamas de los ojos y los tapones de los oídos. Con todo esto no pretendo decir que Francisco se haya limitado a repetir lo que ya había dicho Benedicto, o que su propia figura y testimonio no hayan sido decisivos a la hora de que caiga una especie de Línea Maginot del laicismo europeo, que convertía muchos intentos en diálogo de sordos. Francisco tiene un carisma singular que es un verdadero don de Dios para este momento de la historia, y si una vez lo comparé con las trompetas de Jericó, no me importa añadir ahora que seguramente ha recibido un don especial de la Virgen Desatanudos, de la que siempre fue especialmente devoto.

A mi juicio la iniciativa de Francisco puede hacer historia, pero no por lo que muchos pregonan estos días (o sea por su supuesto contenido revolucionario). El Papa que nos llama continuamente a salir a las periferias realiza gestos de gran impacto educativo, y este es uno de ellos. Para los católicos que vivimos en sociedades de antigua tradición cristiana es hora de entender que la fe no puede ser dada por supuesta, que debemos proponerla (siempre) en diálogo con las preguntas de nuestro tiempo, sean amables o incómodas y punzantes. Es hora de generar una nueva cultura de la fe que implica no repetirla como un presupuesto que sólo hace falta atornillar, sino proponerla como una inesperada novedad que se puede compartir acompañando a otros hombres y mujeres a lo largo de su camino de búsqueda existencial.

Se han cumplido seis meses de un pontificado que promete deparar muchas sorpresas. Y para mí no es la menor que un pastor venido “de casi el fin del mundo”, con su innata capacidad para comunicar cara a cara el contenido esencial de la fe, esté siendo capaz de liberar la espoleta de tantas cargas de profundidad preparadas por su predecesor. Quizás esta semana el anciano que reza en el convento Mater Ecclesiae haya sonreído plácidamente ante el humorismo que gasta el Espíritu.

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