Comprendo bien el desconcierto, si no la repulsión, de muchos laicos e incrédulos ante un santo como el Padre Pío, y a las formas y modos de su culto. Es más: me solidarizaría con ellos, esas sensaciones de estupor y molestia serían también mías, si las vicisitudes de la vida no me hubieran llevado a una perspectiva cristiana. Es más, católica: una devoción así puede ser comprendida por las Iglesias greco-eslavas, aunque con matices diversos, pero es aborrecida por las confesiones cristianas cercanas a la Reforma. Para ateos, agnósticos, protestantes, el clímax de este horror clerical ha sido el directo televisado de la exposición del cuerpo del capuchino, con un adecuado tratamiento de silicona sobre el rostro, como ha explicado el especialista, y la urna a una temperatura controlada. Pero también para muchos católicos que se dicen «adultos», todo en San Giovanni Rotondo es teológicamente incorrecto: desde aquel 1918 en que se manifestaron los estigmas sobre el cuerpo del oscuro fraile, hasta hoy. Y siempre será «incorrecto», a pesar de los intentos algo patéticos de normalizar el escándalo que representa el Padre Pío. Y en esta línea de adecuación al «mundo», también entra haber encargado la nueva basílica a una «estrella» de la arquitectura como Renzo Piano. Un gran profesional, naturalmente, pero de un explícito, rocoso agnosticismo, y exponente de una cultura que está en los antípodas de aquella en la que está inmerso el santo franciscano. En la historia de Padre Pío están las plebes rurales del Sur, está la escualidez de los, más que pobres, miserables conventos donde frailes llevados allí desde niños -a menudo más por necesidad que por vocación- se arrastran en sayos de dudosa limpieza. Una cultura infradesarrollada y arcaica, hostil a una modernidad a la que teme, pero de la que ignora las razones y el desarrollo. Una religiosidad dialectal, para turbas de cuya devoción nunca ha sido arrancada del todo la tenaz persistencia pagana. Sobre este fondo, surge la sangre de llagas que empapan toallas de tela tosca, las voces de signos celestiales y de milagros, la formación de un culto presidido por viejas analfabetas y pasionales, con la cabeza envuelta en chales negros, el asedio al convento de una pobre gente que invoca la curación de antiguos males como la tuberculosis, la malaria, el raquitismo. El mundo de Padre Pío es el de los rosarios, el de las estampitas coloreadas, el de las reliquias y las indulgencias, de los ángeles de la guarda, del temor al diablo, de los exorcismos, de los pequeños sacrificios, de las procesiones por el santo patrón, del agua bendita; el mundo de esa «piedad» popular que en el sur asume acentos exasperados. Solo he ido una vez a San Giovanni Rotondo. Fue en los años setenta, y allí encontré todo lo que ya esperaba: los autocares de las parroquias de provincias alrededor de los cuales los peregrinos comían sus bocadillos y bebían de la garrafa, una alcaldía caótica de cemento visto, una masa de pequeños albergues levantados con prisa, una cortina ininterrumpida de vitrinas y banquitos sobre los que se ofrecían objetos de un kitsch caricaturesco, explanadas polvorientas para aparcamientos confusos, la gran mole del hospital, de una excelente reputación sanitaria, pero de arquitectura «estilo Ceaucescu». Bajo un sol implacable se movían filas de peregrinos que entonaban cánticos en las estaciones de los vía crucis, arrastrando de la mano a niños gimoteantes. No he vuelto a ir, porque este primer acercamiento me bastó para confirmarme en la devoción por el Padre Pío, y en la convicción de que en él se ha manifestado verdaderamente el misterio del Dios de Jesús. ¿Una paradoja? Cierto, igual de paradójico que ese cristianismo que -lo dice san Pablo- «es escándalo y locura para el mundo, pero para aquellos que creen, es sabiduría de Dios». Y tan paradójico como el grito de Jesús: «Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños y a los ignorantes, y se las has ocultado a los a los sabios y a los poderosos». Y tan paradójico como el Magnificat, entonado por María, dando gracias al Padre que «exalta a los humildes». Observa Pascal que, en el cristianismo, «las cosas son verdaderas o falsas, escandalizan o edifican según el punto de vista desde el que se mira». Si nos situamos en una perspectiva evangélica, es signo de verdad, precisamente, todo lo que incomoda y provoca malestar y sarcasmo desde la perspectiva humana. Entendámonos: la devoción por Padre Pío es interclasista, reúne a las masas de las más diversas clases sociales. Pero del mismo modo que el santo es, sociológicamente, un pueblerino del sur, pueblerina puede llamarse a la gran masa de sus seguidores, pueblerinos son sus gustos y sus sensibilidades. Esto, para un cristiano, no es motivo para dudar, sino para convencerse de la presencia en este estigmatizado del espíritu de Jesús, que tantas veces quiso rodearse de multitudes como ésas y que a sencillos como ésos quiso revelarse de modo privilegiado. Multitudes que hoy parecen secularizadas, masas a las que la televisión y el consumismo han envenenado, pero que conservan, por instinto, algo del sano, obligado «materialismo» del cristianismo, religión de carne y de sangre. El cuerpo en la urna de Padre Pío, las reliquias, las pérdidas hemáticas de los estigmas: lo que horroriza al eterno gnosticismo intelectual, a su abstracción, a su espiritualidad aséptica es, precisamente, lo que aparece como un signo de Dios ante el «sensus fidei» de la llamada «gente común». Así que, como a pesar de todo tengo confianza en ella, no tengo intención de quitar de mi cartera la estampita de cierto capuchino con barba blanca. (La Razón/Traducción: Mar Velasco) Vittorio Messori